Capítulo 3

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Logré verlo a través de la enredadera

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Logré verlo a través de la enredadera. Estaba sentado en el banco de madera, con la espalda recostada al respaldo. Vi que tenía algo en la mano, así que me acerqué con sigilo hasta el tejido para intentar ver de qué se trataba. Su expresión era tranquila, parecía muy concentrado, pensativo. 

—Sé que estás ahí —su voz sonó un poco más potente y grave esta vez, y consiguió sobresaltarme —. Te crujen todos los huesos cuando te mueves. 

Sí, mis rodillas y mis tobillos solían dejarme en evidencia todo el tiempo. Mi cuerpo parecía no terminar de comprender el concepto de "andar a hurtadillas". Supongo que era lo malo de ser muy delgado. 

—Bueno, ¡hola! —dije con entusiasmo—, te vi ahí sentado y me acerqué a saludarte. ¿Qué estás haciendo...? 

Levantó la cabeza y la dirigió hacia donde yo estaba. Nuevamente tuve esa sensación de que aquellos ojos oscuros, rodeados de pronunciadas ojeras, podían verme. Creo que se trataba de algo incluso más profundo que eso. Sentía que Samuel podía ver a través de mí, era algo tan intenso que logró ponerme la piel de gallina. 

—Estoy leyendo. Mi madre no me deja andar por la casa libremente porque están terminando de arreglarla y hay muchas cosas en el piso. Así que o me aburro escuchando música en mi cuarto o aprovecho y salgo al patio a hacer fotosíntesis. 

Solté una risotada. 

—Bueno, mi madre salió a hacer compras y papá trabaja como hasta las siete. Me estaba pudriendo de calor adentro de mi casa, así que si quieres puedo quedarme a hacerte algo de compañía. ¿Qué estás leyendo?

—"El pequeño vampiro", de Ángela Sommer. Es un libro de cuentos infantil, pero me gusta muchísimo. 

—¿Y cómo es que...? —No sabía cómo formular la pregunta sin que sonara demasiado estúpida—. Quiero decir, ¿cómo haces para leer?

—Braille —contestó con una sonrisa —. Es como la clave morse de los ciegos. 

En ese instante, mi curiosidad aumentó un doscientos por ciento. Sin embargo, hice un esfuerzo sobrehumano para reprimir mi impulso de idiotez y comenzar a dispararle preguntas sin parar, era algo que solía hacer cuando algo me intrigaba mucho.

—¿Quieres que te enseñe?

Aquella pregunta fue como una coca bien fría en medio del desierto.

—Claro —respondí rápidamente, haciéndome el interesante.

Samuel se puso de pie con el libro en la mano. Sacó su bastón plegable del bolsillo y cuando se estiró, comenzó a caminar hacia el cerco. Cuando la punta del bastón tocó el tejido, lo recogió para guardarlo y estiró una mano para intentar buscarme. Yo, por instinto, metí un brazo por uno de los agujeros del tejido y en el instante en que nuestras manos se encontraron, sentí un cosquilleo que me recorrió todo el cuerpo.
Sus manos eran suaves y muy cálidas. 

—Bueno, se siente así —hizo que mis dedos tocaran la hoja—. Supongo que no conoces el alfabeto en braille, así que probablemente para ti solo sean un montón de puntos. 

Acaricié la página con las yemas de los dedos, completamente fascinado. En mi vida había visto un libro escrito en braille, y me resultaba fantástica la idea de que alguien fuera capaz de leer de esa manera. 
En ese momento, Samuel me pareció un genio. Tal vez estaba siendo demasiado exagerado, pero en comparación conmigo, que tuve que recursar segundo año de primaria porque escribía los números y las letras al revés, esto era lo máximo. 
Samuel apartó el libro y lo cerró, marcando la página con una hoja de árbol seca. 
Hasta el momento, todo de él me había resultado muy curioso. Desde el primer momento —cuando lo confundí con un fantasma—, luego la intriga que generó la señora Colman al mencionarlo a cada momento, pero sin que él hiciera acto de presencia, y al final, el saber sobre su discapacidad, y la forma tan natural con la que afrontaba aquello. Tenía amigos que literalmente hacían berrinches porque sus padres no les permitían conducir con quince años, y de solo pensar que Samuel jamás podría vivir esa experiencia, que quizás se viera limitado en muchas otras cosas más, hizo que se me encogiera el corazón. No es que sintiera lástima por él, más bien era un poco de rabia con la vida, por ser tan injusta con quien no se lo merecía. 
Allí estaba yo, reflexionando sobre la vida y opinando sobre alguien que apenas conocía. Pero siempre fui muy espontáneo con mis pensamientos y tengo un especie de sexto sentido a la hora de conocer a las personas. Quizás es porque soy demasiado selectivo, justamente. 

—Me gustaría poder leer un libro entero en braille —le comenté. 

—¿Para qué? Tú puedes ver, aprovechalo. 

—Es genial conocer un código único que solo muy poca gente pueda descifrar, leer como las personas normales es aburrido.

—¿Crees que no soy normal?

Y de nuevo había metido la pata. A veces se me iba un poco la olla cuando dejaba fluir mis pensamientos, la gente solía tomarse a mal mis chistes o mis comentarios aunque no los dijera con mala intención, era algo que me pasaba muy a menudo. 

—No quise decir eso, lo siento. Eres tan normal como cualquier persona. Quise decir que...

—Te entendí, tranquilo —me interrumpió. 

Al ver su sonrisa de dientes blancos, sentí un alivio inmenso. 

—Cuando quieras puedes venir a mi casa y te enseño algo de braille. Es mucho más sencillo de lo que parece. 

Me entusiasmé como un niño pequeño al que le acaban de regalar un juguete. 

—¡Claro! Antes de que terminen las vacaciones quiero por lo menos aprender lo básico. 

—Bueno, no es que pueda irme demasiado lejos, vives literalmente pegado a mi casa, así que cuando quieras... 

Escuché la voz de mi madre gritando mi nombre. Logré verla a un par de metros de la entrada, con un montón de bolsas en ambos brazos. Le dije a Samuel que regresaba enseguida pero mi madre me pidió que la ayudara a entrarlo todo, luego que le enjuagara las verduras y se las picara, y aprovechó para regañarme por la taza sucia que dejé en el lavabo. 
Cuando salí nuevamente, Samuel se había ido. Papá había llegado del trabajo y ya era demasiado tarde como para ir a visitarlo, así que me resigné a esperar hasta el día siguiente para reanudar la conversación. De todas maneras, aquella sensación extraña me dejó un mal sabor durante el resto de la tarde. Lo había dejado plantado y eso me hizo sentir la peor persona del mundo. 
Por eso no me gustaba hacer sociales, porque apreciar a alguien siempre traía malos sentimientos, y no me gustaba tenerlos. No quería.


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La subjetividad de la bellezaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora