Capítulo 8

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No entendía por qué esa mañana me sentía más cansado que de costumbre

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No entendía por qué esa mañana me sentía más cansado que de costumbre. Era como si no hubiese dormido adecuadamente en días. Supongo que era el efecto psicológico que me produjo el caer en cuenta de que las vacaciones ya se habían acabado.
Bajé al comedor con la mochila colgada de un solo hombro, bostezando como un hipopótamo.

—Percibo tus pocas ganas de vivir desde aquí. —Mi madre me saludó con un beso en la frente.

—Me desacostumbré a levantarme temprano. Debería haber elegido el turno de la tarde.

—Te dije que cambiaras tu rutina antes de empezar las clases porque te iba a costar acomodarte. Te elegí el turno de la mañana para que tengas la tarde libre. Además, en invierno regresas a la casa de noche y la calle está peligrosa.

Me arrastré hasta la mesa y le di un mordisco al sandwich de jamón y queso que me había preparado mamá.

—¿Qué hora es?

—Son las siete y cuarto. Todavía es temprano.

En ese momento pareció como si me hubiese despertado de golpe. Mordisqueé mi desayuno y me ayudé a tragarlo con un generoso sorbo de leche.

—¡Tengo que ir a buscar a Samuel! Le dije que iríamos juntos —dije mientras me terminaba de calzar las zapatillas deportivas y me colgaba correctamente la mochila.

Saludé a mi madre y salí de mi casa. Cuando llegué a lo de Samuel, su madre le estaba dando indicaciones para su primer día de clases, mientras le acomodaba el uniforme.

—Acuérdate de llevar tu mochila a todas partes, y no te vayas a olvidar del bastón. Creo que lo mejor va a ser que lo guardes en el bolsillo donde van las botellas.

—Buenos días —saludé con timidez.

La señora Colman se acercó a mí para darme un cariñoso beso en la mejilla.

—Gracias por acompañar a Sam en su primer día, Elías. —Se acercó a mí para hablarme en secreto—. Asegúrate de que se lleve su mochila, lleva su computadora ahí dentro.

—Mamá, puedo escucharte.

Aunque a mí me causó gracia, Samuel parecía bastante molesto con la actitud sobreprotectora de su madre.
Desplegó su bastón luego de saludarla y se dirigió hasta mí. Me tomó del brazo y salimos rumbo al colegio.
El viento fresco de la mañana no pareció despejar su malestar; no había abierto la boca en todo el trayecto.

—Oye, no es es buen augurio empezar tu primer día de clases con cara larga. ¿Por qué te enojaste tanto?

Resopló, bajando la cabeza. Escuché el repiqueteo del bastón hasta que su voz decidió romper el incómodo silencio.

—Detesto que me sobreproteja. Ya sé que en la mochila llevo la computadora y que les costó un montón de dinero, por eso debo cuidarla. Llevo años usándola y nunca le pasó nada, pero aun así insiste en darme las mismas indicaciones una y otra vez.

—Tal vez es porque vas a un sitio donde no conoces a nadie. No te lo tomes tan a pecho, creo que tu mamá solo está cuidando de ti. Mi madre me hace lo mismo pero con mis cuadernolas. Yo nunca le arranco hojas pero aún así me dice que no se las arranque. Eso es algo de todas las mamás, no te lo tomes personal. Recuerda lo que hablamos. —Le toqué suavemente el hombro—. Estamos adentro, este va a ser nuestro año, campeón.

Me sentí realizado cuando noté que le había sacado una ligera sonrisa.
Samuel era como un niño, muy maduro para lidiar con algunas cosas, pero muy infantil e ingenuo en otros sentidos. De todas formas, comprendía un poco el motivo de su molestia. Mi madre de por sí me trataba como un bebé sin que yo tuviese ninguna discapacidad, me imagino cómo eran con él.

Llegamos a la puerta del colegio y todos los alumnos estaban agolpados en la puerta, esperando para entrar. Algunos conversando entre ellos, otros haciendo un esfuerzo sobrehumano para no dormirse. Entre esos estaba yo.

Noté de inmediato las miradas curiosas cuando nos vieron llegar. No solo estaba el hecho de que Samuel estaba utilizando el bastón, y eso dejaba en evidencia que era ciego. También era porque iba tomado de mi brazo.
Respiré profundo para obtener algo de paciencia y evitar golpear al primer tonto que hiciera algún comentario fuera de lugar, y en ese momento, aparecieron mis amigos.

—¡Eli! -Llegaron dos de ellos a saludarme con entusiasmo.

—Ni un puto mensaje tuyo, hijo de puta. Te olvidas de nosotros en las vacaciones, ¿eh?

—Si ya saben cómo soy...—Ellos se rieron.

—Nos tocó en la misma clase, las chicas fueron a ver qué salón nos van a dar. Espero que sean los de arriba. Oye... —uno de los chicos apuntó a Samuel con el mentón, y en ese momento me percaté de que seguía a mi lado.

—Oh, chicos, él es Samuel, irá con nosotros a la misma clase, somos vecinos.

—Qué onda, Samuel, mucho gusto —extendió la mano a modo de broma, buscando la mirada cómplice del otro chico, que soltó una carcajada—. Ups, lo siento. Te estoy extendiendo la mano para que me saludes, eh...

En ese momento, Samuel reaccionó. Soltó mi brazo y extendió la mano, y los chicos solo se volvieron a reír.

—Déjalos, Sam, levantarse temprano les atrofia el cerebro, pobrecitos. Vamos adentro a buscar a las chicas.

—El guardaespaldas personal —comentaron ellos en voz baja.

Me hubiese enroscado en una discusión acalorada si Samuel no estuviese conmigo. Pero en ese momento, me preocupó mucho más que las tonterías de esos chicos lo hayan afectado.

—No les hagas caso, son unos idiotas.

—Creo que a ti te afectó más que a mí. Te pusiste muy tenso. Yo ya estoy acostumbrado a ese tipo de chistes.

—Pues no deberías acostumbrarte a que se burlen de ti, ¿sabes? —respondí en tono áspero.

Él simplemente se encogió de hombros.

Sencillamente, Samuel se había acostumbrado a ser víctima de la falta de empatía de los demás.

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La subjetividad de la bellezaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora