Capítulo 2

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A tan solo una semana de haberse mudado, los nuevos vecinos ya le habían puesto su toque especial a la casa

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A tan solo una semana de haberse mudado, los nuevos vecinos ya le habían puesto su toque especial a la casa. Me parecía increíble lo rápido que habían cambiado la fachada, incluso colocaron una buzonera en la puerta con un simpático cartel que ponía " Familia Colman". Nosotros no teníamos un cartel así de bonito en casa. Ni siquiera teníamos buzonera.
Mi madre, que obviamente hizo buenas migas de inmediato con la señora Colman, la ayudaba casi todos los días con el jardín. Entre las dos habían armado un cantero precioso con Hortensias lilas, rosas rojas y margaritas; mamá tenía una mano increíble para la jardinería.
En ese interín, también conocí al señor Colman. Era un hombre noble, de carácter bonachón. Un poco tímido y de pocas palabras, pero muy amable y cordial en todo momento.

-Elías está convencido de que en tu casa hay fantasmas -comentó mi madre mientras cavaba un agujero en la tierra con una pequeña pala.

Ni Judas fue tan traicionero.
Levanté las cejas, haciéndole un gesto que mi madre ignoró olímpicamente. ¿Qué iba a pensar la señora Colman de mí? fue lo primero que se me vino a la mente.
Escuché la risotada de ambas y quise esconder la cabeza bajo aquel montón de tierra abonada.

-Sam es igual, dice que percibe cosas y que esta casa le parece un poco sombría, pero le gusta.

Cuando ella mencionó su nombre, noté que el tal Samuel ni siquiera se había dignado a hacer acto de presencia. Todo lo que sabíamos de él era lo que la señora Colman nos comentaba, pero el chico ni siquiera había asomado la nariz fuera de la casa en toda la semana. Sabía que los adolescentes le prestábamos muy poca atención a los modales, pero este chico de verdad se había pasado.

-Elías, ¿quieres ir a saludarlo? está sentado en el patio de atrás, se ha convertido en su lugar favorito desde que llegamos.

Accedí solo para no ser grosero con ella, pero la verdad era que lo que menos quería era conocer a alguien que probablemente era tan o más asocial que yo. Mientras la señora Colman me guiaba dentro de la casa, sentí una pizca de ansiedad; no me gustaba conocer gente nueva, y mucho menos si eran chicos de mi edad. Siempre me sentía un tonto desubicado.
Cuando llegamos a la puerta corrediza, la señora colman apoyó suavemente su mano en mi hombro.

-Samuel es ciego -comenzó-. Así que no te acerques de forma muy brusca. Aunque tiene un excelente oído, así que probablemente te escuche llegar. Yo nunca he podido sorprenderlo.

Aquella revelación cambió por completo mi perspectiva. Me preguntaba por qué la señora Colman nunca mencionó ese pequeño gran detalle antes. Digo, no es que para mí fuera algo tan relevante, pero quizás nos hubiese ayudado a entender un montón de cosas. Por lo menos no creeríamos que el chico era un maleducado o algo por el estilo.
Ella regresó al patio de adelante y me dejó allí, parado frente a la puerta corrediza, a la que le habían puesto una cortina. En ese momento me sentí más nervioso que nunca; yo era mandado a hacer para decir cosas fuera de lugar sin quererlo, y mientras más me cuidaba para no decirlas, más las decía.
Noté que me estaba quedando demasiado tiempo ahí parado, así que corrí la cortina para deslizar la puerta.
En cuanto lo vi sentado allí, me di cuenta de que lo que vi aquella tarde definitivamente no fue un fantasma, pero sería demasiado vergonzoso admitir que lo había confundido con uno.
Me di cuenta de que cuando escuchó la puerta deslizarse, se puso en guardia de inmediato. Tensó los hombros y ladeó levemente la cabeza, como si quisiera reconocer los pasos.

-¿Quién es?

Su voz sonaba como un susurro. Era átona pero cálida a la vez.

-¡Hola! Soy tu nuevo vecino, me llamo Elías.

Se formó un breve silencio demasiado incómodo para mí. Por un momento tuve ganas de pegar la vuelta y dejar aquella presentación hasta allí, pero entonces, volví a escuchar la voz de Samuel, casi en un susurro.

-Es un gusto, Elías. Vives al lado, ¿cierto?

Me acerqué con timidez para no hablar a sus espaldas, y cuando logré ver su rostro, noté una expresión apasible.
Samuel se parecía muchísimo a su madre; tenía el rostro pequeño, adiamantado, los ojos rasgados de color marrón oscuro -al igual que su cabello-, rodeados por unas pronunciadas ojeras, una nariz pequeña, algo respingada y los labios carnosos. Aparentaba mucho menos de quince, quizás por su piel, que lucía demasiado tersa para un chico de su edad. La mía en ocasiones se llenaba de espinillas y no había nada que las quitara, y ni hablemos cuando comenzaba a crecerme la barba.
Lo miré detenidamente durante unos cuántos segundos. En realidad no sabía cómo se suponía que debería verse una persona ciega, pero Samuel sin dudas no lo parecía. Incluso cuando levantó el rostro para dirigirlo hacia mí, sentí que él realmente me estaba mirando.

-Sí, tienes un tejido con una enredadera por allá -señalé hacia la izquierda y me sentí tan idiota que por un momento quise pegarme a mí mismo-, que divide mi casa de la tuya.

Supongo que notó mi tono de voz incómodo porque lo vi esbozar una ligera sonrisa. En ese momento, agradecí que no viera la cara de tonto que llevaba.

-Es difícil acostumbrarse, no te preocupes.

-Lo siento, es que yo nunca... -me detuve antes de decir otra estupidez-, quiero decir, vas a tener que disculparme cada vez que te diga "¡mira esto!", o algo por el estilo, porque soy un poco... lento.

Bueno, aquella presentación salió muchísimo peor de lo que imaginaba. Samuel solo asentía y no estaba seguro si la mueca que curvaba su boca era una sonrisa o un gesto de asco. No me sorprendería si luego de aquel despliegue de estupidez me mandara a la mierda.

-Está bien -dijo con aquel tono de voz cálido y suavecito -no me molesta. Supongo que es más terrible para ti que para mí.

Asentí, dejando escapar un largo suspiro. Había tenido suficiente con todo el temita de hacer sociales y cagarla una y otra vez.

-Bueno, ya casi es hora de hacer la comida así que voy a ayudar a mi padre. Fue un placer conocerte, Samuel, nos vem... -me mordí la lengua-. hasta la próxima.

¿Hasta la próxima?, ¿no se me pudo ocurrir una burrada mejor?
Atravesé aquella casa y salí saludando con las manos, como alma que lleva el diablo. Mi madre se quedó conversando un par de minutos más con la señora Colman, luego me siguió, pero logré meterme a la habitación antes de que la avalancha de preguntas me hiciera sentir todavía más miserable.

-Hasta la próxima... -me dije a mí mismo, llevándome una mano al rostro-. Es que soy lo que le sigue a imbécil.


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La subjetividad de la bellezaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora