1- Los Almacenes Rivas

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Casi todas las mañanas, cuando llegaba a su trabajo en la séptima planta, Luisita Gómez se detenía un momento a mirar un tren eléctrico que funcionaba sobre una mesa, junto a los ascensores. No era un tren tan fantástico como aquel otro que había al fondo de aquella misma planta, pero había una especie de furia en esos pequeños pistones que los trenes más grandes no tenían. Recorría aquella pista oval con un aire furioso y frustrado que hechizaba a la joven. En cierta manera se sentía un poco identificada con él. Rugía y se precipitaba ciegamente en un túnel de cartón piedra, y al salir aullaba.

Aquella mañana la joven Gómez se apartó rápidamente del tren y se fue a la sección de muñecas, donde trabajaba. A las 9:05, la gran zona que ocupaba la sección de juguetes empezaba cobrar vida. Doña Ascensión, la encargada de la sección de muñecas, cogía las muñecas de las estanterías del almacén y las colocaba sentadas, con las piernas extendidas, sobre los mostradores de cristal.

En aquel momento, los primeros clientes salían de los ascensores, dudando un instante, con la expresión confusa y un tanto sobresaltada que siempre tenía la gente al entrar en la sección de juguetes. Luego recuperaban la marcha a oleadas.

-Tienen esas muñecas que funcionan con una app para hacerlas hablar, hacer pipí, moverse y no sé cuántas cosas más?- le preguntó una mujer.

-Me gustaría esa muñeca, pero con un poco más de brillantina- dijo otra, atrayendo una muñeca hacía así. Luisita se dio la vuelta y cogió la muñeca con extra de brillantina de la estantería.

No hacía falta utilizar argucias de vendedor. La gente quería comprar una muñeca, cualquier muñeca, para regalar en Navidad. Era cuestión de agacharse y sacar cajas en busca de una muñeca de ojos castaños en vez de azules, otra con el pelo rizado en lugar de liso, de llamar Doña Ascensión para pedirle que abriera con su llave una vitrina de cristal, cosa que ella hacía regañadientes, como si estuviera convencida de que no quedaba ninguna muñeca como la que le pedían.

Casi ningún niño se acercaba el mostrador. Se suponía que Santa Claus era quien traía las muñecas, un Santa Claus representado por caras frenéticas y ávidas manos. Sin embargo, pensó Luisita, debía de haber en ellas algo de buena voluntad, incluso tras aquellas frías y empolvadas caras de las mujeres envueltas en abrigos caros, que solían ser las más arrogantes y que compraban presurosas las muñecas más grandes y más caras, muñecas de última tecnología con todos sus accesorios. Seguro que había amor en la gente pobre, que esperaba su turno y preguntaba débilmente cuánto costaba tal muñeca, meneaba la cabeza apesadumbrado y se daba la vuelta. 60€ por una muñeca que solo medía 25 cm de altura parecía algo desorbitado y que no estaba al alcance de todos los bolsillos.

"Cójala", hubiera querido decirles la joven rubia. "La verdad es que es muy cara, pero yo se la regalo. Doña Ascensión no la echará de menos". Pero las mujeres de los abrigos baratos se marcharían hacia los ascensores, mirando de camino otros mostradores. Si venían a buscar una muñeca, no querían otra cosa. Una muñeca era una clase especial de regalo de Navidad, algo prácticamente vivo, lo más parecido a un bebé.

Una tarde, después del trabajo, Luisita vio a Doña Ascensión en la cafetería "El Asturiano" que había al otro lado de la calle. Muchas veces la joven se paraba allí a tomar un café antes de regresar a casa, ya que aquel establecimiento era regentado por un adorable viejecito llamado Pelayo que la hacía sentir como en casa, como si fuera parte de su familia que ahora estaba lejos, como si fuera su propio abuelo al que nunca llegó a conocer.

Doña Ascensión estaba al fondo del establecimiento, al final de un largo y curvado mostrador, mojando un churro en su taza de café. Luisita se abrió paso hacia ella entre una multitud de chicas, tazas de café, churros y porras. Al llegar junto al codo de Doña Ascensión, jadeo:

-Hola.-Y se volvió hacia la barra, como si la taza de café fuera su único objetivo.

-Hola-le dijo doña Ascensión, de un modo tan indiferente que lo visita se quedó hecha polvo.

Luisita no se atrevió a mirar otra vez a doña Ascensión y, sin embargo, casi se rozaba en el codo.

-Qué te pasa? Te ha comido la lengua el gato, Charrita? -Preguntó Pelayo intentando animar a la joven.

La rubia abrió la boca para hablar, pero su mente estaba demasiado lejos. Su mente estaba en un punto muy distante, en un lejano torbellino que se abría al escenario de la terrible situación en la que su mente se hallaba. Y en aquel punto de la vorágine en que se hallaba su mente la desesperanza era lo que más la cerraba. Era la desesperanza del dolorido cuerpo de Doña Ascensión, de su fealdad, de su trabajo en los almacenes, la desesperanza que impregnaba completamente al final de su vida. Y la desesperanza que había en la propia Luisita de no llegar a ser nunca la persona que quería ser ni hacer las cosas que quería hacer.

Carol, una historia Luimelia Donde viven las historias. Descúbrelo ahora