– ¡Mamá, mamá! – gritaba el delgado niño de gafas y pelo castaño, en sus manos sostenía un muñeco de trapo de Buzz Lightyear hecho a mano por su madre – ¡Mamá! – bajó las escaleras lo más rápido que pudo, intentando no tropezar. Una vez abajo apretó su muñeco contra su pequeño pecho agitado y se sostuvo en la baranda de madera del último escalón – ¿Mami?
– ¿Qué pasó, Mikey? – se acercó la mujer secando sus manos en un delantal de cocina negro que cubría su vestido de flores en primavera .
– ¡Es Gee, mamá! – el niño gritaba aleteando con sus manos, moviendo su muñeco para todos lados sin coordinar sus movimientos –. Gee se cayó, mamá.
– Hijo, no pasa nada, no es necesario asustarse – arregló las gafas del pequeño, las cuales se habían desordenado por su ágil recorrido al primer piso.
– Mamá, tiene los ojos cerrados y no se ha levantado – aclaró aún asustado.
– ¿Qué? – la mujer sostuvo su vestido y subió por las escaleras, el menor de sus hijos subió detrás de ella tratando de seguirle el paso.
Un pequeño de tes blanca y de cabellos castaños estaba tendido en el piso, inmóvil, con su respiración lenta marcada por el débil sube y baja de su pecho. Su madre, entre la desesperación y la angustia simplemente gritó su nombre, sacudió el frágil cuerpo y luego lo abrazó llevándose la cabeza del muchacho su pecho, su busca por protegerlo la hizo meser su cuerpo por sobre sus rodillas. A pesar del desespero esperó por una reacción, pero nada pasó, no hubo respuesta. Las lágrimas comenzaron a caer como lluvias torrenciales envío invierno. El miedo recorrió cada extremo de su cuerpo para alojarse finalmente en su pecho.
Su hijo estaba vivo, podía confirmarlo por el espacio que se hacía en sus costillas cada vez que respiraba tan débilmente, pero algo sucedía.
Tomó al joven en sus brazos, levantándose con sumo cuidado, el pequeño Mikey ayudó a arropar a su hermano mayor en los brazos de su madre, con una manta de polar que se decoraba en dibujos de autos de carrera. Bajaron las infinitas escaleras, salió de la casa y olvidó cerrar la puerta, gritó desde lo más profundo por ayuda pero nadie la escuchó, o quizás sí, pero sus vecinos se limitaron a observarla con extrañeza. Corrió con su hijo en brazos y el otro sosteniendole del final del vestido tratando de seguirle los paso.
Nadie se apiadó de ella.
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– Son 25,50 – el hombre del taxi que tomó por apuro la miró por el espejo retrovisor.
– He dejado el dinero en casa – la mujer estaba desesperada, se podía notar en su mirada aguada y la rigides en sus hombros -. Mi hijo no ha despertado, por favor comprenda.
El hombre suspiró.
– Baje, está todo bien, si me necesita estaré almorzando en el cacino del hospital, tienen muy buena comida – rió y al saber que su risa no sería correspondida se acomodó en su asiento - . Por cierto, soy Christian.
– Muchas gracias Christian – le sonrió –. Baja hijo, rápido – dio pequeños empujones al de gafas.
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El mayor de sus hijos sólo escuchaba un agudo pitido en sus oídos y la lejana voz de su madre. La luz blanca del hospital le molestaba cada vez que trataba de abrir los ojos. Su boca se sentía áspera, seca; dolía y sus labios estaban partidos, ardían un poco por la resequedad. Su cuerpo estaba pesado, abundaba el dolor en sus extremidades, sentía claramente como incluso el viento del aire acondicionado dolía al pasar cercano a él.Llevaba al menos dos días hospitalizado y todos sus despertares eran lo más parecido a un verdugo.
– Hijo – el dedo pulgar de su madre acarició superficialmente la mano fría del joven –, cariño, no te esfuerces tanto – pidió dulcemente, él logró abrir los ojos.
– ¿Señora Way? – escucharon desde la puerta – Soy el doctor Graves – le extendió su mano –. Me especializo en oncología y seré el médico tratante de su hijo.
La mujer se levantó y apretó la mano del doctor en un saludo temeroso.
– Soy Donna Lee, por favor – aclaró, el doctor asintió –. Disculpe, pero no entiendo nada, mi hijo se cayó, lleva días enfermo, estaba muy débil nada más – expresó con confusión.
– Disculpe, Señora Lee – corrigió – ¿Qué síntomas ha estado presentando su hijo?
– Bueno, los comunes de una gripe: fiebre, cansancio, no ha comido muy bien, tampoco ha dormido muy bien.
– ¿Esas ojeras desde cuando las tiene? – miró al niño – y las marcas en su piel.
– Hace casi un mes, siempre que lo toma un resfriado le pasa – estaba nerviosa.
– ¿Se resfria muy amenudo? – La mujer asintió –. Mire señora Lee – suspiró –, las muestras de sangre que le tomamos a su hijo han salido alteradas, pero hay un exámen que nos preocupa mucho más – miró al pequeño que lo observaba con incertidumbre – el hemograma salió demasiado alterado.
– Doctor, disculpe pero no entiendo lo que me habla.
– Vamos a fuera y le explicaré mejor, dejemos que Gerard descanse – le sonrió y salió de la habitación.
– Está bien – volteó a mirar a su hijo –. Cariño, volveré luego – el muchacho asintió débilmente, la mujer besó su frente y salió al pasillo.
Gerard pudo ver a su madre desde el ventanal de la habitación, la luz se reflejaba de manera molesta en el vidrio pero podía notar los detalles del vestido de su madre, lo había cambiado nuevamente, ahora no era floreado, era rojo y llevaba puntos blancos, le encantaba como se le veía, como combinaba con su cabello rubio y piel blanca. Su madre era hermosa, ante sus ojos era la mujer más bella del mundo.
Se preguntó dónde estaría Michael, su intruso hermano menor que adoraba con todas sus fuerzas, al que le enseñaba sobre astronomía y dinosaurios, el que le quitaba los juguetes para romperlos con la excusas de que eran errores de niños. Mikey, como le decían de cariño, tenía cuatro años y Gerard casi nueve. Desde que Donald, su padre, se había ido con una mujer más joven, Gerard se hizo cargo del pequeño Mikey, mientras su madre trabajaba tiempo completo en una cafetería cercana al barrio donde vivían en los suburbios de Nueva Jersey. Ahora no sabía quién podría estar cuidando de él, quizá su abuela Elena había aceptado dejar sus tejidos para ver al pequeño.
Su madre volteó a mirarlo, le regaló una sonrisa para luego llevar una de sus manos a su rostro, le temblaban y podía jurar que le sudaban, cuando tenía demasiada preocupación le tendían a sudar las manos de una manera fría y vergonzosa. Comenzaron a salir lágrimas del bello rostro de la mujer. Apoyó una de sus manos en el hombro del doctor para sostenerse, éste la abrazo con cautela, casi pidiéndole permiso para hacerlo.
– ¿Mamá? – el miedo le recorrió su pequeño y débil cuerpo
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