Llegamos a Delicia justo a tiempo para ver salir del local a la capitana del equipo de matemáticas; Joelle, con su grupo de amigas. Se ríe como si el chiste que ha contado una de sus amigas fuera lo más divertido del mundo. El viento sopla y hace ondear la melena oscura. Juntas, las cuatro, caminan agraciadamente por la acera hasta que están tan lejos que son irreconocibles.
Una vez que André estaciona la motocicleta y los curiosos de alrededor nos miran con desconfianza, me bajo de un brinco y me quito el casco. Sepa dios por qué, pero una señora mayor con lentes tan grandes como su cara, apura a su perro y pasa rápidamente a nuestro lado. Al pobre pug que estaba orinando parado en dos patas casi se le salen los ojos al ser jalado por su dueña.
André toma el casco de mis manos y se ofrece a llevarlo por mí. Este hombre es todo un caballero. Se queda viendo el letrero del local con curiosidad, incluso entorna los ojos. Antes, el letrero en letras neón era llamativo; sin embargo, se descomponía repetitivamente. Al final el dueño decidió pintarlo en letras azules y blancas. Se ve bien, combina con la fachada, pero las letras neón siempre serán mis favoritas.
—Parece un buen lugar.
Oh, claro. Júntate conmigo y verás que puros éxitos tendrás. Tendrás acceso a lugares inimaginables...aunque se consiga de forma ilegal. No suele pasar.
—El mejor —me abre la puerta y entro—. Ha pasado de generación en generación desde que el pueblo se fundó. Te encantará la malteada de cajeta.
André hace una mueca graciosa, como si no estuviera seguro de eso. Lo guio entre las mesas hasta mi favorita; la del fondo cuya ventana da al edificio de al lado. De pequeña me gustaba ver a los transeúntes e inventarles alguna historia del por qué se hallaban ahí. Me hacía sentir bien porque imaginaba que, de esa forma, podía fingir que los conocía y que los entendía. Y así,
aunque a ellos les ocurriera algo ese día, yo conservaría un recuerdo de ellos.
La verdad he olvidado a cada uno de ellos y las historias inventadas.
—No sé si sea buen momento para decirlo, pero no me gusta la cajeta.
Santa papaya. Eso no puede ser. Abro los ojos con sorpresa y suelto un sonido exagerado de lamento. La expresión de André es divertidísima, casi parece querer ponerse uno de los cascos y desaparecer.
—La cajeta es sagrada —explico con voz de narrador de documental—. Se hizo para deleitar a quien ose probarla. Está hecho con leche, pero no cualquier leche; si no leche de cabra. Mira, las vacas son curiosas, no las critico; pero las cabras son majestuosas. No podemos hablar si no te gusta la cajeta —hago expresión pensativa y vuelvo a hablar normal—. Aunque a las cabras las relacionan con Satán.
André me mira como si de un momento a otro me convirtiera en oso y me pusiera a hacer malabares con panales. Entonces ríe.
—Alabado sea Satán.
Esta vez, la que ríe soy yo.
Ruthy es la mesera más antigua de Delicia, al menos la conozco desde que tengo memoria. Es grande de edad, usa anteojos para ver de cerca, tiene varias arrugas en el rostro y una sonrisa amigable. Siempre tiene algo bueno para decir, es increíble como una simple frase puede cambiarte la vida.
Para bien o para mal.
Ruthy se acerca y después de saludarnos, nos toma la orden. A mí solo me pregunta si querré lo mismo de siempre, André, amablemente, también pide una malteada de cajeta.
Hago como si no me diera cuenta, pero en el interior estoy bailando y brincando tontamente. ¡Sí, sí! Triunfó el mal, hail Satán. Durante un par de segundos el silencio cae sobre nosotros, no da tiempo de que se vuelva incómodo porque André lo rompe.
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Cómo declararte a tu crush...sin morir en el intento
Teen FictionBrisa Galetto junto con sus compañeros de la preparatoria deciden, en su último año, hacer una cápsula del tiempo en la que guardarán algún objeto personal con el fin de que veinte años después, los alumnos de último año encuentren la cápsula y pued...