Capítulo 19

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—Mi hermano iba a ser el donante, pero no era compatible. O sea sí, pero no lo suficiente porque hay una enfermedad grave que podría darme si las células no son casi idénticas a las mías —de pronto, ya no puedo seguir sentada y me levanto para acercarme a la ventana—. En noviembre apareció un desconocido más compatible que mi hermano. No sé como un extraño es más compatible que mi familia, pero bueno, entonces empecé con el tratamiento.

Quimioterapia intensiva, fue lo que dijeron en el hospital, además de una cosa llamada radioterapia.

Es más fácil hablar cuando me recargo en la ventana y jugueteo con mi cabello, cuando tengo la vista clavada en el suelo y me encojo lo más que puedo. Cuando me derrumbé y empecé a llorar como loca desconsolada ante la puerta de André, se preocupó, me invitó a pasar y aunque ha estado distante y se sienta sobre una silla a varios metros de distancia de mí, ha sido gentil. Ha escuchado atentamente mi historia, pero no me atrevo a mirarlo de frente porque temo encontrar rastros de desilusión o enojo. Tú lo desilusionaste. Es que pensé que era lo correcto. A veces, en el afán de proteger, perjudicas más de lo que beneficias.

—Los efectos adversos son un buen y aunque a algunos les afecta poco, a mí me... —mi mano vuela, espontáneamente, a mi abdomen al recordar el dolor punzante que aparecía de improviso, las náuseas y vómitos frecuentes, el dolor de cabeza que apenas me permitía mover—. Me afectó mucho, siempre aparecía algo: Si no eran úlceras en la boca, era una transfusión sanguínea —estar sentada por horas, tomar mil pastillas para evitar los efectos y tener que recibir piquetes de manera repetida—. Se supone que funcionó porque después me hicieron el trasplante de células madre. Dijeron que nacerían células nuevas y sanas. Y sí pasó, por un momento todo fue bien —¿por qué la vida es tan cruel para hacerte creer que hay un atisbo de esperanza para que al final se burle en tu cara?—. Estuve en seguimiento, tomé varias medicinas y comía bien, no sé, hice todo. Las vacaciones de diciembre fueron un suplicio, pero estaba motivada.

Las lágrimas aparecen de nuevo en mis ojos, intento evitar que resbalen por mis mejillas, pero es imposible, pronto, siento el calor del agua salada acariciar mi rostro, rápidamente, me volteo y limpio las lágrimas de las mejillas.

Recuerdo volver a la escuela a mitad de enero: Todos continuaban con sus vidas, los deportistas entrenaban, los nerds estudiaban y los artistas creaban. Nadie se enteró de mi tormento, nadie entendió el martirio. ¿Qué me veía destruida? Claro que lo hacía. ¿Qué parecía muerta en vida? Por supuesto, pero eso es lo curioso de las personas, viven tan centradas en sus vidas, que difícilmente voltean a ver lo que los rodea, nadie sospechó que algo malo me ocurría, nadie imaginó que pasé dos meses de mi vida deseando curarme por un milagro o simplemente irme a dormir sin despertar. Y es normal, a veces es mejor no ver.

Conocí a gente mucho más enferma que yo, conocí gente que sufrió el doble, que luchó hasta el final. No olvidaré los llantos, los lamentos, los gritos de dolor. Una chica a quien veía cada vez que llegaba al hospital decía que ella lo hacía solo porque tenía la esperanza de poder sentir de nuevo que estaba viva, se ponía una peluca y desfilaba frente al espejo mientras imaginaba una vida buena. Ella sí estaba internada, un día llegué y no la vi más.

Viví como un niño sufrió una infección por culpa del tratamiento, hicieron todo lo posible, pero también falleció.

La que más me impactó fue una mujer quien durante la juventud era hermosa. Para mí lo seguía siendo, pero ella repetía que estaba fea. Sus hijos y marido llegaban, a diario, por las tardes, para acompañarla. No hubo un día en que yo viera a la señora sola. Sus hijos le leían, su marido le repetía lo hermosa que era, esbozaba una sonrisa ancha cada vez que le contaban cualquier anécdota de su día. La hija mayor tendría quince años, una vez, a la salida del hospital, escuché una discusión con su padre. Quería asistir a una fiesta por la noche, el padre no quiso darle permiso porque tenían que pasar el tiempo con su madre. Ella argumentó que estaría una hora o dos y después ir a divertirse. Fue una discusión que culminó en comentarios hirientes y frases de las que, tanto el padre como la chica, después se arrepentirían. Porque es un rasgo tan humano el decir cualquier cosa que se te pase por la mente sin pensar en las consecuencias y más durante el calor de una pelea.

Cómo declararte a tu crush...sin morir en el intentoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora