Prólogo.

7.2K 227 67
                                    

Underneath the echoes
Buried in the shadows
There you are

Now the door is open
The world I knew is broken
There's no return.

When the darkness comes, Colbie Caillat

El Tártaro, abismo de maldad y oscuridad infinita, se encontraba revuelto. El dios primordial del mismo nombre apenas cabía en sí mismo de emoción.

Por fin tenía todo listo para su venganza. Allí, de pie, frente a las puertas de la muerte, se sentía mejor que nunca. Su cuadriga negra y los sanguinarios cánidos que lo acarreaban, compartían su inquietud.

Había sido muy sencillo localizar las puertas de la muerte y utilizar su poder para llevarlas de nuevo al abismo. Una vez allí, sólo bastó con desear que se quedaran y éstas obedecieron. Cualquier ser u objeto del inframundo se doblegaba a su voluntad inevitablemente. Con un sólo movimiento, podría abrir las puertas de ambos lados, dejando el camino libre hacia el mundo exterior. No lo había hecho antes, porque no había tenido el más mínimo interés y los Olímpicos habían logrado llegar a un trato con él. Había dormido, al igual que su esposa, permaneciendo en estado pasivo a través de los eones. Pero alguien había violado los acuerdos y ahora todo el mundo debía pagar. Al menos hasta que se aburriera de nuevo.

Lo mejor de todo era que nadie tendría idea de aquello. Cualquier cosa que se propusiera, nadie lo detendría. El Campamento Grecorromano se encontraba celebrando su engañada paz.

Dejó que risas extrañas, sibilantes, emergieran del remolino de oscuridad que tenía por rostro y pasó su mirada por toda la horda de monstruos a su alrededor. Miles de sus hijos más temibles esperando sus órdenes.

Era perfecto.

En pocos meses logró acelerar el proceso de formación de los monstruos. Todos los que fueron previamente destruidos se encontraban allí, a su disposición. Sus enemigos enfrentarían a sus peores temores juntos.

El campamento se llevaría una pequeña sorpresa en menos de lo que esperaban. Y tal vez de la manera que menos lo esperaban.

Tártaro se fijó en un punto específico a su derecha, donde unas cadenas forjadas con un metal jamás visto colgaban desde una roca cubierta en toda su extensión de irregularidades afiladas como cuchillas.

Eran de un color negro brillante y nacarado, produciendo destellos como pequeños arco iris. Estaban construidas a base de la esencia de los cinco ríos del inframundo: el Estigio, río del odio; el Flegetonte, río de fuego; el Cocito, río de las lamentaciones; el Aqueronte, río del sufrimiento; y el Lete, río del olvido.

Las cadenas eran irrompibles y generaban los efectos de los cinco ríos por partes a quien apresaran. El único ser capaz de abrirlas era Tártaro. Nadie más, por muy poderoso o divino que fuera.

Debajo de ellas se encontraba un pequeño pozo concentrado con las aguas del Cocito, y por encima el Flegetonte regaba un poco de su fuego cada doce horas. El aire tóxico se concentraba allí como un embudo venenoso mortal. Las arai se arremolinaban como buitres, listas para atacar y deleitarse con una presa fácil.

Cualquiera que se viera apresado allí no podría morir gracias a los efectos del río de fuego, pero podría sentir mucho dolor y miseria por lo demás.

Un lugar perfecto para torturar... y lo mejor de todo, había otro exactamente igual al frente de éste.

Tenía a las personas indicadas. Una en especial, para ocupar uno de esos lugares por el momento.

Durante los primeros meses posteriores a la guerra, deseó salir al exterior y arrasar con todo, aprovechando que los semidioses no podían tener visiones sobre lo que hacía o planeaba. Pero luego de meditarlo, se le ocurrió un plan mejor. Más siniestro y placentero. Uno que causaría mayor sufrimiento, dolor y confusión.

Se dirigió a sus monstruos.

De la multitud emergieron un par de empousas que sostenían algo en sus manos como si fuera la cosa más valiosa y frágil del mundo. Se situaron frente a su amo y le tendieron un pedazo de tela con manos temblorosas.

Tártaro la agarró y la olió con sus deformes fosas nasales mientras sonreía con malicia. Era un pedazo de la camiseta negra de su objetivo, el semidiós que más repudiaba.

—Nico di Angelo, te arrepentirás de lo que hiciste —dijo en voz alta.

Acto seguido, aventó el pedazo de tela a un grupo determinado de monstruos e hizo que cada uno aspirara su aroma y lo pasara a los demás.

—Búsquenlo —ordenó—, pero no lo maten aún. —Sonrió enseñando varias filas de colmillos en diferentes tamaños—. Necesito que lo traigan vivo. Tengo planes para él peores que la muerte.

Se volteó de nuevo hacia las puertas, extático.

—Es hora de enviar la profecía. Ya es hora de comenzar con todo.

Hizo un rápido movimiento con la mano y las puertas se abrieron de par en par. Las criaturas rastreadoras entraron y las puertas se cerraron detrás de ellas.

Tártaro aplastó el botón «up». Esperó impacientemente hasta que pasaron doce minutos y el ascensor reapareció completamente vacío. Cerró las puertas, apoyándose con las dos manos de ellas. Estaba riendo desenfrenadamente.

—Tanto la profecía como mis subalternos están en camino ahora —se burló— ¿Qué harán al respecto, semidioses?

La venganza del abismo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora