Capítulo 18.

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Eran las 10 de la mañana cuando desperté, la luz del sol entrando por la ventana y cubriendo nuestros cuerpos de la luz de un nuevo día.

Un día radiante, contrario del sentimiento de desesperación y tristeza profunda que calaba en lo más fondo de mi alma, haciendo que el corazón me doliera, la voz se me quebrara y quisiera llorar todas las lágrimas que me he tragado.

Miré sus ojos cerrados, la forma en la que sus pestañas largas y espesas parecían besar sus pómulos, sus labios, delgados y sonrosados curvados en una pequeña sonrisa. Repasé con la mirada cada facción de su rostro, desde la mandíbula y subiendo, terminando en su cabello despeinado.

Dejé un beso en su mejilla y me levanté, cogiendo pieza por pieza de mi ropa que había muerto en el piso la noche anterior, me puse la ropa interior y una de sus camisas, así fui a la cocina a preparar café y el desayuno.

Sabía que tenía que volver con Shamsiel pues los arcángeles, en especial Raguel, estarían esperando la noticia de la muerte de Lucifer y, en cuanto pudieran, bajarían en busca de respuestas.

Pensaba en eso, hundida en el desasosiego, mientras cocinaba, tanta fue mi desdicha que no escuché cuando Lucifer entró en la cocina, vestido solo con ropa interior, y se paró detrás de mí.

Rió al verme saltar del susto, cuando lo miré trató de ocultar su diversión. –No quería asustarte, ángel.

–No te escuché entrar. –Reí un poco. –Ya casi está listo el desayuno.

–¿Necesitas ayuda?

Negué tomando su mano e hice que se sentara en la isla, puse frente a él una taza con café recién hecho. Sonrió.

–Café negro, sin azúcar.

–¿Intuición o era algo que sabías?

Me encogí de hombros. –Intuición.

Sentí su mirada en mi espalda el resto del tiempo que me moví de un lado a otro cocinando, al terminar y servir, sus ojos tenían un brillo que no pude describir.

–Podría acostumbrarme.

–¿A mí haciendo el desayuno?

Negó, lento. –A ti, compartiendo el apartamento conmigo.

–¿Es una propuesta?

Se inclinó en mi dirección, mordí mi labio. –¿Quieres que lo sea?

Reí sin darle una respuesta y comencé a comer, divirtiéndome al ver la batalla que tenía consigo mismo pero que no le quitaba el brillo de los ojos.

Al terminar, insistió en lavar los platos y mientras él hacía eso yo me duché. Se metió en la ducha después de mí, con la media broma de compartir también eso.

Me terminaba de atar el cabello en una coleta cuando salió, tenía solo una toalla envuelta peligrosamente alrededor de la cadera, rió como un chiquillo cuando aparté la mirada con el rostro tan rojo que era imposible disimularlo.

Se vistió allí mismo, después del bochorno superado, me planté frente a él y le ayudé a abotonar su camisa y luego a hacerle el nudo a la corbata, sus ojos no se apartaron de mi rostro ni un segundo y sonrió ampliamente cuando terminé.

–Deberías quedarte toda la eternidad conmigo.

–Si quieres que lo haga, lo haré.

Acarició mi mejilla con su pulgar. –¿Tú quieres?

Sentí que mi voz se quebraría, cerré los ojos cuando las lágrimas los inundaron y rogué que no se me notara el temblor. –Es lo que más deseo, que me aceptes en tu vida por el resto de la eternidad.

El pecado del ángel. ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora