2 - .: La noticia :.

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- Buenos Aires, julio de 2011 -

No hacía un mes de la muerte de mi madre cuando se desató la tormenta. Fue cuando mi abuela llamó a la tía Elsa para que se hiciera cargo de mí y del negocio y se marchó sin especificar a dónde iría. Tres días después, cuando me levanté, las encontré conversando con caras de circunstancia en la cocina.

—Vení, querida. Sentate —dijo mi abuela y luego de cebarme un mate me notificó con cuatro palabras que había ubicado a mi padre.

No se hubiera desatado el huracán si yo hubiera estado al tanto de que mi padre era ubicable. Pero hasta donde yo sabía, y desde que podía entenderlo, él estaba muerto. Tan muerto que ni siquiera me acordaba de qué. Simplemente no estaba. No existía. Y las veces que había preguntado algo, mi madre me había distraído diciendo cualquier otra cosa.

Como por ejemplo en segundo grado, cuando los padres de mis compañeros actuaron de próceres en el acto del 25 de Mayo, y yo me empaqué a diez minutos de mi debut, con mis empanadas en una canasta, tapadas con una servilleta a cuadros. No quise salir al escenario porque me sentía la única persona sin prócer en toda la escuela. Mamá me había dicho que tenía un secreto que contarme y me hizo olvidar hasta de las empanadas: mi papá era un ángel. «¿Como el de la película?», había preguntado yo pensando en John Travolta y ella había largado una carcajada y había dicho que sí, que capaz que eran hermanos y que, ojo, porque como era un ángel podía verme y saber que yo no estaba queriendo salir a actuar.

La verdad fue que al final salí a actuar más impresionada por la idea de tener un ángel que me observaba todo el tiempo, como el busto de Sarmiento en el patio de la escuela, que conforme con la presencia de un padre virtual en mi vida. Y lo primero que llenó mi cabeza cuando escuché «encontré a tu padre» en la voz firme y decidida de mi abuela fue John Travolta, bailando y con las plumas de ángel saliendo por debajo del piloto. A pesar del impacto, no pude evitar largar una carcajada, como la de mi madre detrás del escenario.

Fue la primera vez en mi vida en la que sentí que estaba perdiendo los tornillos, que me estaba volviendo rematadamente loca, porque la idea de que mamá me hubiese mentido en algo así fue muy pero muy difícil de creer. Me estaban haciendo una broma. Una broma de mierda, eso sí, pero una broma.

—Mentira —sonreí. Era imposible, esas cosas solamente pasaban en las películas. Pero las miradas de mi abuela y de mi tía me convencieron de que no era tan imposible lo que acababa de escuchar.

—Ojalá lo fuera.

—¿Pero estás segura? —Insistí en un tono tan agudo y descontrolado que todo mi cuerpo empezó a temblar, desde las veinte puntas de los dedos hasta el centro de mi estómago.

—Si no estuviera segura no te estaría diciendo esto, Clara. Tuve que ir a San Pedro, pero lo encontré.

—¿Y vos ya lo sabías de antes? ¿Lo ubicaste porque ya sabías? —Pregunté esperando que lo negara pero mi súbita esperanza no sirvió para nada.

—Era decisión de Silvia mantenerlo fuera de tu vida, pero ahora que las cosas cambiaron y que soy yo la que está a cargo de todo, prefiero que sepas la verdad. No me quiero morir sabiendo que no te di la oportunidad de tener a tu padre.

—¿Y para qué mierda lo necesito ahora? —Salté sin poder asimilar del todo lo que estaba escuchando. Lo único claro era que me habían mentido. O que me estaban mintiendo ahora.

—Clara, sé que ahora debés pensar que no, pero lo necesitás. Cuando yo no esté...

—¿Qué estás diciendo? —Grité—. ¡Lo necesitaba para que actuara de San Martín en segundo grado, abuela! ¡Ahora no! ¡Ahora no necesito nada! ¿Entendiste? —Chillé parándome y agarrándome con ambas manos de la mesa para dejar de temblar—. ¡O sí! ¡Lo único que necesito es que te metas en tus cosas y que me dejes en paz!

—Clarita, amor, escuchá... —intervino tía Elsa apoyando la mano sobre la mía pero no quise escuchar más nada. No podía escuchar ni decir una sola palabra más y las dejé en la cocina, detrás de un portazo.

Lloré mucho ese día. A cada llamada de mi abuela o de mi tía detrás de la puerta de mi cuarto, más lloraba. Ni siquiera lloré tanto al saber que el cáncer había ganado la batalla y se había llevado por la noche a mi madre. De hecho, en ese momento había llorado muy poco, sintiendo que estaba pudiendo manejar la situación con entereza y madurez. Pero ahora lloraba el doble de lo que debiera haberlo hecho porque recordaba aquella mañana en la que me sentía arrepentida por no haber ido al hospital para despedirme y aterrorizada por el hecho de que ya jamás volvería a verla o a hablar con ella.

Lloraba con más dolor ahora porque la muerte había sido anunciada pero la mentira jamás había sido una posibilidad. Lloraba con desgarro porque todos me habían mentido y porque mi vida, sin madre y habiendo sido engañada, perdía rápidamente cualquier sentido. Lloré sin poder entender lo que acababa de suceder y sin poder vislumbrar lo que ocurriría a partir de entonces. Lloré hasta quedarme dormida y soñé que al levantarme me encontraba a Travolta sentado en la cocina, las largas plumas de sus alas rozando las flores de los mosaicos.

 Lloré hasta quedarme dormida y soñé que al levantarme me encontraba a Travolta sentado en la cocina, las largas plumas de sus alas rozando las flores de los mosaicos

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El viaje de ClaraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora