24 - .: Papeles perdidos :.

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Voy a recordar tu cara
Porque todavía estoy enamorada de ese lugar
Pero cuando las estrellas sean las únicas cosas que compartimos
¿Estarás allí?


Atlas Hands - Benjamin Francis Leftwich 

***

- Buenos Aires, junio de 2012 -

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- Buenos Aires, junio de 2012 -

Stella levanta la vista de la pasamanería que está cosiendo y la aguja queda en suspenso al ver lo que Matías extiende ante ella.

—Encontré esto cuando corrí el mueble, se ve que estaba arriba... o entre el mueble y la pared —escucha mientras deja la aguja y estira la mano para tomar ese folio de plástico lleno de papeles.

Ni bien sus dedos lo tocan sabe de qué se trata. Estuvo buscando esos papeles aún sin saber si existían, pero sabía que tenían que existir. Tenía que existir algo. Su hija siempre había dejado papeles como Hansel y Gretel habían ido dejando migas de pan para orientarse de regreso. Y no podía ser que no hubiera quedado ni medio papelito de aquella época en toda la casa. Stella sabía que Silvia podía quemar muchos barcos, pero no todos. Y ahí está ese fajo de papeles muy bien preservados en un folio transparente tamaño A4.

—Gracias, querido —sonríe tratando de aparentar tranquilidad, aunque le tiembla un poco la mano y el folio se le resbala hacia su falda, sobre la blusa en la que está trabajando.

Matías devuelve la sonrisa con sus ojos y se marcha de nuevo al negocio. «Qué buen pibe» piensa Stella como cada vez que lo ve irse, y cuando la puerta del pasillo se cierra, mira al frente, tomando coraje para dirigir sus ojos hacia el paquete sobre su regazo. El pulso se le acelera y le tiemblan las manos cuando saca los papeles de su interior. A primera vista reconoce la letra redondeada de su hija y ahora nota que le tiemblan los labios.

No está lista para ponerse a leer lo que sea que haya dentro de aquellos sobres. Desdobla y vuelve a doblar papeles sin detenerse a ver qué dicen y separa documentos legales de papeles manuscritos. También hay billetes de avión, un plano de Roma, folletería de museos, postales y algunas fotos. Stella ahoga un sollozo al ver a su hija, radiante, envuelta en los brazos de Bruno Gratta. Hubiera sido feliz con él. Clara también. Pero Silvia siempre había hecho las cosas a su manera. Cuando había querido se había ido de Buenos Aires y cuando había querido había vuelto. Y se había vuelto a ir y así hasta que Clara había empezado el jardín. Misteriosamente las idas y vueltas se habían acabado y Bruno nunca había sido parte de ellas, quién sabía bien por qué.

Stella junta todos los papeles con un suspiro y se detiene a mirar la foto polaroid de Clara en el mar. Nunca antes la ha visto. Está en brazos de un chico que se pone la mano libre de visera y sonríe a la cámara. Clara tiene un palito helado en la mano, y helado por toda la cara, y ríe por encima de su expresión congestionada por haber llorado. De bebé lloraba demasiado. Stella no quería ni imaginarse cómo habría sido viajar con ella en un avión doce o catorce horas, aunque al parecer los aviones la dormían profundamente. Stella mira la foto y pasa su índice por la imagen de Clara. Tan pequeña y vulnerable, con su pequeña malla de La Sirenita. Tan iluminada con esa sonrisa del después de la tormenta. No sabe quién la tiene en brazos ni qué playa es esa y cuando voltea la foto, solo dice el año. Stella calcula que Clara tenía dos años, por lo que quizás esa playa está en algún lugar de Barcelona.

Se pregunta qué hacer con todo eso. Si revisarlo minuciosamente o meterlo en una caja y mandárselo así como está a su nieta. Pero decide que mejor será estar al tanto y que, hasta sentirse lista para revisar el contenido de ese atado de papeles, los dejará dentro del folio, bien guardados. Pero no tan bien guardados como para que nadie los encuentre. «Ya basta de papeles perdidos», piensa y acaricia la imagen de la foto una vez más antes de devolverla con el resto de las cosas.

***

Al mismo tiempo que Stella acaricia aquella foto, un hombre del otro lado del Atlántico sueña con la playa. La niña llora a todo pulmón y nadie logra distraerla. Ni con morisquetas, ni con nanas, ni con los juguetes de plástico de sirenas y cangrejos que ha desparramado todo alrededor. El hombre se sueña quince años más joven, alzándola en brazos y caminando hacia la orilla del mar, alejándola del grupo de gente mientras susurra palabras de consuelo y la acuna contra su pecho hasta que ella se calma. «Tan pequeña y lloras tanto, ¿cómo lo haces?» murmura con ternura al secarle la cara. Ella lo mira con ojos aguados y, aunque ya no llora y trata de agarrarle la nariz, la sacuden los resabios del ataque de llanto. «Vamos a nadar, ¿quieres? Claro que sí. Mira qué sirenita más valiente eres» ríe con ella cuando se acerca la ola y la niña patalea y pega gritos de felicidad. En un par de zambullidas ya se las arregla para flotar instintivamente, pero cuando escucha el carrito del heladero, se retuerce entre sus brazos, buscándolo con la mirada y el hombre ríe. No es nada tonta para tener dos años. «¿Quieres un helado? Bien. Vamos a por uno, que te lo has ganado». No sabe cómo será como padre, es muy joven, pero aun así es el único capaz de calmar a esa niña cuando le da por llorar como si le hubieran arrancado algo. «Mira qué bien que te queda» lo burla su hermano cada vez que la ve en sus brazos, tirándole del pelo o del labio o chupeteando la cadenita que lleva colgada al cuello. En general lo babea o lo llena de sustancias pegajosas, pero vale la pena lograr que deje de llorar, es un alivio cuando se calma y ríe y juega feliz. «¡Marco!» escucha y, cuando se vuelve, Cuqui prepara la cámara. Él se lleva la mano de visera y sonríe para la foto mientras siente que la mitad del helado resbala por su pecho y que la niña larga carcajadas como gorjeos al ver los gestos que hace su madre para llamar su atención desde el otro lado de la cámara.

Pero cuando despierta, Marco no recuerda qué ha soñado. Solo siente los latidos de su corazón como un tambor que repite rítmicamente un mantra: «Clara. Clara. Clara», como cada noche desde que ella llegó a esa casa y él la vio por primera vez, aunque ese «primera vez» no encaja para nada con la sensación que lo atravesó y lo dejó estaqueado en el pasillo al verla con el pelo mojado y oliendo a coco y jabón.

Mira el techo y resopla, a medias excitado y completamente frustrado. Mierda. Si sigue soñando y rememorando así, tendrá que mudarse de planeta. O prender fuego todo y huir con ella como un vil Humbert Humbert. «No tiene doce años. Ya es mayor de edad», se consuela. «Pero es la hija de Bruno. ¡La hija de Bruno!». Se vuelve en la cama y mete la cabeza bajo la almohada. «Te quiero, de antes. No sé de cuándo», le ha dicho Clara hace unas horas, agarrándolo del brazo y acelerándole el pulso y el deseo instantáneamente. Y aunque no logre entender cómo ni cuándo ni dónde, él sabe de qué habla. Porque también lo siente, aunque las respuestas se le escapen como arena entre los dedos y la realidad sea una mierda alucinante en la que él, que atrae todo lo que se mueve, de repente solo puede pensar en la impensable imposible graciosa hermosa prohibida vibrante hija de Bruno y en la magia que sucede cuando sus presentes se rozan y todo alrededor desaparece.


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El viaje de ClaraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora