En los días siguientes, Iván comprendió que no solo eran los años y los libros los que hundían el edificio. Las clases eran tan aburridas que la caída de cabezas de los alumnos, transmitida a través de las columnas, ejercía una presión continua. En gran parte ese aburrimiento se debía a que ninguna de las cosas que sucedía en el colegio tenía un final. Si en Historia se debía contar una gran batalla, se analizaban los preparativos y se trazaba el mapa del lugar; pero cuando la acción comenzaba, la voz del profesor se apagaba de a poco, y discretamente pasaba a otra cosa. Entonces los alumnos se quedaban sin saber quién había ganado la batalla de Troya, la Batalla de las Termopilas o Waterloo.
En el laboratorio de química, los experimentos comenzaban con largas explicaciones sobre los materiales. Justo cuando estaba a punto de producirse un resultado, se pasaba a los preparativos de otro experimento. A nadie sorprendían estas cosas, excepto a Iván. Averiguo que el director del colegio, el señor Possum, angustiado por el hundimiento inexorable del edificio, les había prohibido a los profesores contar el final de cualquier cosa.
_Los finales son de mal gusto. La buena educación consiste en disimular que las cosas terminan.
Cuando más se dormían los alumnos, más crecía el prestigio, de manera que llegaban nuevos alumnos y aumentaban el peso y las cabeceadas. Como los pisos se habían reducido a causa del hundimiento, en los recreos casi no había lugar para moverse. Por suerte la mayoría de los días muchos de los alumnos faltaban y eso permitía que se pudiera transitar por el colegio con relativa facilidad.
Para evitar peligros que acarreaba el número excesivo de estudiantes, el director alentaba a los alumnos a faltar.
_No hay nada como quedarse en cama en invierno –decía el señor Possum-. ¿Para que correr el riesgo de enfermarse o de ser atropellado por un auto? En casa se puede estudiar igual.
Cuando un alumno tenía un presente perfecto, era mal mirado por los profesores.
_Puentes...
_ ¡Presente!
_Presente, Puente, siempre presente. ¿Cree que está dando un buen ejemplo a sus compañeros? ¿Por qué no se pone a pensar que pasaría si todos fueran como usted?.
Los ausentes crónicos, en cambio, ganaban muy pronto el prestigio de ser excelente alumno. Dos años antes de la llegada de Iván al colegio, un tal Motta había obtenido la medalla de oro: ninguna de sus notas bajaba de diez. Y, sin embargo, había faltado durante todo el año que nadie lo recordaba. En la ceremonia de fin de año, todos estaban por ver quién era Motta, pero no tuvieron suerte: también esa vez Motta falto.
Iván pronto aprendió a hacerse un lugar entre sus compañeros _que ya se conocían desde hacía años- gracias a los juegos que inventaba: la caza de las arañas, la rayuela circular y, sobre todo, el hombre invisible, este juego consistía en concederle a alguien el privilegio de no ser visto, a condición de que se comportara como un verdadero hombre invisible. Quien lo saludaba, lo molestaba o daba al invisible alguna señal de reconocimiento, perdía.
En total Iván permaneció dos meses en el colegio Possum. Durante ese tiempo logro –como veremos luego- que tanto las autoridades como buena parte de los alumnos le fueran hostiles. Pero durante la primera semana, Iván pudo vencer ese cerco de desconfianza que inspira todo alumno nuevo. Conquisto a sus compañeros no solo a partir de los juegos que invento, sino también de su profundo conocimiento del programa Lucha Sin Fin.
Desde tiempos inmemorables los alumnos habían coleccionado las figuritas de los luchadores y las habían pegado en el álbum. Costaban veinticinco centavos y cada sobre traía cuatro de cartón y una de lata.
La figurita difícil cambiaba: un año era el Egipcio, al año siguiente el Vampiro. Pero si bien aquellas figuritas habían seguido vendiéndose, nadie sabía de dónde venían los forzudos enmascarados.
A Iván le toco explicar, recreo tras recreo, quien era cada uno, cuál era su enemigo, que técnicas usaba para vencer. Todos esperaban la invitación para ir a dormir a su casa, pero su tía solo le permitía invitar a un amigo por vez los sábados. A medida que los alumnos miraban el programa, los recreos se convertían en largas escenas de lucha que terminaban con dos o tres chicos en la enfermería. Hasta ese momento las peleas habían consistido en empujones o algún golpe de puño; pero ahora los alumnos preferían lanzar una patada voladora, o cerrar sus piernas alrededor del cuello del adversario, o torcerles los brazos en una complicada llave. Antes se había peleado sin ganas, casi aburridos: ahora lo hacían con felicidad.
Cuando el director, cansado de esta violencia, comenzó a interrogar a los heridos, todos denunciaron:
_La culpa es del nuevo.
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El Inventor De Juegos (Libro 1/Completo)
AdventureA los 7 años, Iván Drago es seleccionado en un concurso de invención de juegos entre otros diez mil chicos. A partir de ese momento, su vida cambia por completo: los padres desaparecen en un viaje en globo y él se ve obligado a vivir con su tía hast...