20 - Nicolas Drago

141 5 0
                                    

Cuando el tren se detuvo en la estación de Zyl, Iván observó que el viento se había encargado de abreviar el nombre de la ciudad: al cartel solo le quedaba la letra Z. En la estación había una oficina de correos que parecía cerrada, un reloj de hierro detenido para siempre en las nueve y cuarto, y cinco grandes cubos de cemento, pintados como dados, que servían como bancos. Su abuelo lo esperaba en el andén. Un paraguas amarillo lo protegía de la llovizna. Nicolás Dragó lo estudió con sus anteojos de cristales redondos hasta que estuvo seguro de que era su nieto. Entonces se acercó a abrazarlo. Era evidente que no tenía práctica en abrazos, porque sus gestos eran ligeramente exagerados, como si copiara una escena vista en una película.

—Bienvenido -Miró con tristeza la guía que Iván sostenía en la mano.

—Nunca les creas a las guías. Saben mucho del espacio y poco del tiempo.

Iván y su abuelo avanzaron por una avenida desierta. El polvo había sepultado las rayuelas que decoraban el piso, pero ahora la llovizna hacía reaparecer con timidez un número siete y algún resto de amarillo. Las casas, antes pintadas de colores brillantes, lucían desteñidas y abandonadas.

—¿Nadie vive aquí? —preguntó Iván.

—La gente aparece de a poco. Esta zona es una de las más despobladas, pero ya verás que no todo está tan falto de vida.

—Es cierto —dijo Iván y saludó con la mano a un chico que levantaba la suya. Un poco más lejos había una mujer con una bolsa del mercado. Iván esperó que el chico bajara la mano y que la mujer siguiera caminando, pero los dos estaban inmóviles.

—¿Adónde vas? Mi casa es por aquí —trató de distraerlo su abuelo. Pero Iván ya corría hacia las dos figuras, que no tenían apuro por alejarse. Eran siluetas de madera pintada. La lluvia de los últimos años casi les había borrado los rasgos de la cara. Su abuelo le explicó:

—Las hicimos hace mucho tiempo, para los pasajeros del tren. No queríamos que vieran el pueblo vacío. Teníamos unos cuantos: un policía, un granjero, una mujer que paseaba un perro. Había una chica con paraguas, para mostrar en los días de lluvia. Los cambiábamos de lugar cada vez que llegaba el tren, para que los pasajeros no se dieran cuenta del truco. Pero al final nos cansamos y los dejamos ahí. La mayoría se estropeó. Estos dos son los últimos que siguen en pie. La casa de Nicolás Dragó era como el cuarto de un niño que se hubiera expandido por corredores, salones y escaleras. En muchos meses nadie había puesto orden, y el suelo estaba lleno de astillas de madera, pinceles que ya no servían y tubos de pintura vacíos. El abuelo apartó de la mesa las piezas de un rompecabezas que estaba pintando y estiró un mantel a cuadros generoso en manchas y remiendos. Luego llevó a la mesa una botella de vino, otra de agua y una fuente con tallarines.

—Voy a decirte la verdad: al principio traté de que tu tía no te enviara hacia aquí. Me parecía que en la capital ibas a estar mucho mejor. No quería que te contagiaras del desaliento que se respira en Zyl. Pero en su última carta, además de hablarme de cierta Búsqueda del tesoro que terminó en catástrofe...

—No pensaba que el colegio se iba a hundir... —se apuró a decir Iván.

—No es eso lo que me importa. Tu tía me dijo que una vez, hace varios años, enviaste un juego por correo. Y que recibiste una respuesta. Iván abrió su mano derecha.

—Esta es la respuesta. Pero no fui el único seleccionado. Hubo otros diez mil...

Nicolás había tomado la mano de su nieto entre las suyas y miraba el dibujo con temor, como si fuera la marca de una enfermedad mortal.

—No. No hubo otros seleccionados. Eras el único. Si yo hubiera sabido antes lo del concurso... ¿Cómo era tu juego?

Iván lo explicó tan detalladamente como lo recordaba y le habló de la revista Las aventuras de Víctor Jade, del Trasatlántico Napoleón, de la Compañía de los Juegos Profundos. Cuando terminó, dijo su abuelo:

—Zyl fue alguna vez una ciudad próspera. Aquí se fabricaban los mejores tableros de ajedrez y los rompecabezas más perfectos. De aquí salían las cajas azules del Cerebro mágico, los naipes Zenia, que brillaban en la oscuridad, y algunos juegos quizás olvidados como La caza del oso verde y La torre de Babel. Pero de a poco todos nos fueron olvidando y no quedó nada. Mientras nuestra ciudad se apagaba, la Compañía de los Juegos Profundos crecía.

—¿Y qué tiene eso que ver con mi tatuaje?

—Es el símbolo de la Compañía. Pero antes de ser eso, era algo que nos pertenecía.

—¿Una pieza de uno de tus rompecabezas?

—No, yo no podría haber hecho algo tan perfecto. Ya tendrás tiempo de saber a qué rompecabezas pertenece esa pieza. No quiero abrumarte en tu primer día en Zyl. Terminada la cena, su abuelo lo llevó al que sería su cuarto, en el piso de arriba, y lo dejó solo. La habitación había pertenecido al padre de Iván. En las repisas había libros de aventuras, un velero de madera, algunos autos de metal y una lupa. En una foto su padre aparecía junto con algunos amigos en la entrada del laberinto de Zyl. Iván pensó con tristeza en la distancia que había separado a su padre y a su abuelo durante años. A causa de alguna remota pelea, cuando se veían, una o dos veces por año, ninguno de los dos le dirigía la palabra al otro. Su padre había huido de Zyl muy joven. Nunca le habían gustado los juegos.

Iván se acostó y se tapó con una manta. El sueño tardaba en llegar. Oía abajo los pasos inquietos de su abuelo que iba y venía de una punta a la otra del comedor.

El Inventor De Juegos (Libro 1/Completo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora