31 - El Laberinto

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La noche anterior a la partida sus dos amigos lo visitaron para despedirse. Durante cuatro horas se encerraron en el cuarto de Iván. Conversaban en voz baja: Iván no quería que Nicolás se enterara de sus planes de visitar la Compañía de los Juegos Profundos. Le había dicho que viajaba a la capital para visitar a su tía. Era cierto que pensaba visitar a Elena, pero apenas pudiera entraría en los dominios de Morodian. Ríos le insistió para que se llevara su parche, como amuleto, pero Iván se negó, porque tenía miedo de perderlo. Los acuáticos lo miraban con gravedad mientras lo despedían, como si en lugar de irse a la ciudad, fuera rumbo a un país desconocido y salvaje. Iván llegó solo a la estación, porque su abuelo estaba en cama. Después de todo un día con los ventiladores encendidos para acelerar el secado de un rompecabezas, el viento había terminado por enfermarlo. A las ocho de la mañana, diez minutos antes de la partida del tren, Iván subió al vagón. Dejó su mochila en el portaequipaje y ocupó su asiento, a la espera de la bocina que anunciaba la partida. Había viajado tan pocas veces, que lo emocionaban esos minutos previos, cuando parece que no solo empieza un viaje, sino una vida nueva. Llegó la hora de la partida, pero el tren siguió en el andén. Los minutos pasaban, la impaciencia crecía. La gente que se saludaba se cansó de saludarse, y los que despedían y los despedidos ya se miraban con fastidio. Al fin el guarda anunció malas noticias: un tren nocturno había descarrilado a treinta kilómetros de Zyl y el viaje se posponía al menos dos horas. Iván no tenía ganas de volver a la casa de su abuelo. Decidió aprovechar para visitar el laberinto. Había memorizado el mapa-rompecabezas del museo y sabía que debía seguir por la Avenida de los Dos Reyes, cruzar un descampado que limitaba con la antigua fábrica de soldados de plomo, y continuar hasta el fin del camino. Dejó la mochila sobre el portaequipaje del vagón y caminó más allá de los últimos vestigios de la ciudad. Estaba orgulloso por conocer Zyl mejor que los mismos zyledinos. Diversos carteles indicadores daban equívocos indicios de la ubicación del laberinto. Eran parte del juego: uno señalaba una laguna; otro, hacia el campo sin límites. El laberinto hacía que los visitantes se extraviaran aun antes de entrar en él. Pero Iván tenía en su cabeza el mapa-rompecabezas y no se dejó engañar por las falsas señales. Pronto vio el cartel de madera que colgaba de dos cadenas oxidadas. El viento movía pesadamente el cartel y las cadenas chirriaban. Le habían advertido que el laberinto era intrincado, pero no había imaginado hasta qué punto. No era solo un complicado diseño de caminos, sino también una enfermedad que atacaba a las plantas, obligándolas a retorcerse y senderos, también contagiados, intentaban pasar bajo las raíces de los árboles o girar sobre sí mismos. Iván dio unos primeros pasos sin perder de vista el cartel de la entrada. Sabía que lo importante era mantener un punto de referencia. Lamentó no haberle pedido a los acuáticos que lo acompañaran. Las espinas de un arbusto le marcaron el brazo. Eso bastó para que se decidiera a salir. Sabía que estaba tan cerca de la entrada que unos pocos pasos bastarían. Pero cuando buscó el cartel, no lo encontró. Ni siquiera encontró algo parecido a un sendero: había que arrastrarse, pasar sobre los troncos podridos, atravesar enramadas que obligaban a complicadas contorsiones. Quiso subirse a un árbol para mirar a lo lejos, pero al tratar de hacerlo la rama se quebró. La espesa vegetación impedía la llegada del sol y la corteza de los árboles se pudría entre manchones de musgo. Encontró un claro y respiró aliviado, pero de inmediato sintió un olor nauseabundo. Muy cerca, quizás entre esos arbustos espinosos, yacía una perdiz o un conejo que el laberinto había atrapado y sacrificado. Se alejó de la carroña sin preocuparse por averiguar qué era. Caminaba con esa impaciencia que es el comienzo del miedo. Oyó un ruido en la maleza, y trató de pensar en animales diminutos —liebres, perdices, pájaros— pero le venía a la imaginación una variada gama de grandes felinos y serpientes amazónicas. Estaba atrapado entre ramas y troncos que parecían crecer a su alrededor. No lloraba, pero igual las lágrimas recorrían su cara, como si pertenecieran a otro. Tenía hambre, y arrancó un fruto de un árbol desconocido. Apenas probó el sabor amargo, repulsivo, temió haberse envenenado. Recordó que en ese mismo lugar había muerto Justo Morodian, en tiempos en que el laberinto no era aún tan intrincado. Como estaba sin reloj, no sabía cuánto tiempo había transcurrido. De pronto oyó al o lejos la bocina del tren, y supo que había perdido el viaje. El tren, con su mochila abordo, se alejaba rumbo a la ciudad. A medida que pasaba el tiempo, el viaje dejó de parecerle importante. Lo que más le preocupaba era que pasaran las horas, que llegaran el atardecer y la noche. ¿Qué le ocurriría si quedaba atrapado allí, toda la noche? Algo lo salvó. Era el ruido de un motor que se oía muy cerca, y también una voz que decía, impaciente:

—Vamos que se hace tarde...

Iván siguió el ruido del motor a través del follaje. Los árboles se apartaron y dejaron a la vista un ómnibus destartalado. El motor rugía pesadamente, como si este fuera su último viaje. El chofer se apoyaba contra el capot, a la espera de pasajeros que no se veían por ninguna parte. Tenía una gorra negra, remendada, con el dibujo de la pieza del rompecabezas: la insignia de la Compañía de los Juegos Profundos.

—Vamos que es tarde, señor Dragó —dijo el chofer—. Suba.

—¿Me viene a buscar a mí?

—¿A quién más? Es hora de ir al Parque Profundo.

Iván subió al ómnibus vacío. Eligió uno de los asientos del medio. Recordó que no tenía nada de equipaje y que no había llamado a su tía para avisarle de la demora. Ya solucionaría esas cosas, cuando llegara a la ciudad.

—Suerte que oí el motor. Solo no hubiera podido salir del laberinto —dijo Iván.

El chofer se acomodó la gorra y cerró la puerta. El ómnibus buscó lentamente la ruta que llevaba a la ciudad.

—Usted no ha salido del laberinto, señor Dragó. Acaba de entrar.



                                             FIN DE LA SEGUNDA PARTE.

El Inventor De Juegos (Libro 1/Completo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora