Finalmente llegó el turno a Krebs. Alto y vestido de negro, parecía un mago profesional. La Compañía de los Juegos Profundos le había enviado por correo un esmoquin que contrastaba con los pantalones rotos en las rodillas y las remeras viejas de los otros participantes. En Zyl casi no había ropa nueva: los hermanos mayores les pasaban las prendas a los menores, los menores a los amigos, y así la cadena seguía hasta que las prendas se desintegraban en su milésimo lavado. Cuando una prenda desaparecía, se guardaban los botones para usar como fichas en los juegos. Krebs subió a la tarima de un salto. Luego sacó del bolsillo de su esmoquin un mazo de cartas ilustradas con imágenes de guerreros que vestían armaduras y dragones de brillantes escamas. Ninguno de los juegos presentados había tenido el grado de perfección que alcanzaban las cartas de Krebs. Las mostró al público y dejó algunas en las manos de los jurados. Quien tomaba una tenía la sensación de tocar verdaderas escamas de reptil. Krebs explicó que cada jugador debía cazar tantos dragones como pudiera. Algunas cartas aumentaban el poder de los cazadores; otras servían para curar sus heridas. La profesora Tremanti leyó el reglamento.
—De acuerdo a lo que puedo entender, tiene ventaja el que tiene más cartas.
—Así es. El que se haya comprado un mayor número de mazos, tendrá más posibilidades de ganar.
La profesora Tremanti negó con la cabeza. Había vivido toda la vida en Zyl, sin contaminarse con las ideas de la Compañía de los Juegos Profundos.
—Este reglamento está contra la lógica de todo juego. Consideremos el ajedrez, por ejemplo. Igual cantidad de fichas, iguales reglas para los dos jugadores. ¿Qué sentido tendría que uno jugara con unos pocos peones y el otro con cinco torres y tres reinas?
—Pero el ajedrez no nos da una imagen de la vida real y este juego sí. Con el ajedrez los adultos engañan a los niños haciéndoles creer que todo el mundo tiene las mismas oportunidades. Este juego enseña que el que tiene más medios, cuenta con más posibilidades. Ya que no podemos corregir la vida, corregimos los juegos.
La profesora Tremanti no parecía conforme, pero el resto del jurado miraba extasiado las ilustraciones de las cartas. Ya se habían olvidado de los demás participantes.
—¿No queda nadie más? —preguntó el director, apurado por conceder el premio—. Aquí tengo anotado a Iván Dragó.
La profesora Tremanti se había quedado leyendo el reglamento de Krebs. Murmuraba para sí, indignada, señalando una falla aquí, otra allá. Krebs se lo arrebató de las manos antes de que sus normas provocaran más controversia. La profesora Tremanti miró hacia el público. Sabía que si Dragó no participaba, acabaría por ganar Krebs.
—En vista de que el último participante que tenemos anotado no se presenta, damos por terminada la competencia. Ahora solo falta que el jurado...
Entre el público hubo un rumor de decepción. Todos habían oído que Dragó era bueno de verdad; todos sabían que pertenecía a una de las familias fundadoras de Zyl. Cuando los jurados se preparaban para votar, una voz se abrió paso desde el fondo.
—Aquí estoy —dijo Iván.
Estaba pálido, porque luego de la fiebre no había salido al aire libre ni un solo día. Despeinado y ojeroso, llevaba la ropa con tal grado de desaliño que parecía un mendigo.
—Olvídense de él —dijo Krebs—. Tiene las manos vacías.
—Es cierto —dijo Iván—. Tengo las manos vacías. Pero algo me queda en el bolsillo.
Sacó la pequeña perinola, pintada de todos colores. El director la miró con escepticismo.
—Señor Dragó, yo sé que la juventud ignora las cosas del pasado, pero debo informarle que la perinola ya ha sido inventada.
Iván llegó hasta los escalones que llevaban a la tarima, pero no subió. Se agachó e hizo girar la perinola sobre las baldosas del patio. Pasaron cinco minutos.
—¿Qué están mirando? —dijo Krebs. Seguía en la tarima, mirando todo desde lo alto—. Es solo una perinola, y además fallada. Las perinolas que funcionan se detienen.
Pasaron diez minutos. El juguete continuaba girando, con la indiferencia de los electrones y de los planetas. El jurado se reunió a deliberar. Cada tanto daban una ojeada a la perinola, siempre en movimiento. Por momentos parecía detenerse y dejaba ver cada uno de sus seis lados, pero luego recuperaba velocidad y mezclaba sus colores. El director del colegio se puso de pie:
—Estamos muy contentos de haber recuperado esta tradición después de tantos años. Como tal vez recuerden los mayores, al ganador le corresponde un sombrero de triunfo —Zenia mostró un sombrero negro con una cinta amarilla— y un premio que mantenemos en secreto hasta la entrega.
El hecho de entregar un sombrero negro en lugar de una corona de laurel no era un capricho de Zenia sino un homenaje al viejo Aab. El fundador de Zyl siempre usaba sombrero, como era común en su época. Aab había observado que la única prenda con la que se podía jugar era el sombrero: era un juguete arrojadizo (con el que se podía hacer puntería) o también servía para intentar embocar objetos en su interior. El fundador de Zyl acostumbraba usar sombreros con cinta amarilla, porque ese color le permitía encontrarlos más fácilmente cuando recorría los campos practicando el juego. A pesar de la cinta amarilla perdió muchos sombreros, y cada tanto, en los años siguientes a su muerte, algún habitante de Zyl encontraba alguna de estas piezas históricas en lo alto de una rama o entre los pastos, y la llevaba al museo de Zyl. Krebs se había negado a bajar de la tarima: se quedaría allí hasta recibir el premio. Pero Reinaldo Zenia, en un movimiento veloz, arrojó el sombrero del triunfo hacia la cabeza de Iván. Dragó no esperaba el tiro, y no movió la cabeza, pero el sombrero, después de dar varios giros, se encajó a la perfección. Todos aplaudieron, menos Krebs. La perinola seguía girando.
—Y ahora, el premio.
El director buscó en sus bolsillos de su saco, como un novio nervioso que no encuentra el anillo. Al final, en el fondo de un bolsillo roto apareció lo que buscaba: una llave. Iván pensó que era algo simbólico, algo así como la llave de la ciudad. El director anunció:
—Es la llave del Cerebro mágico.
Y todos abandonaron el patio, olvidando allí laperinola, que siguió girando y girando, no sabemos hasta cuándo.
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El Inventor De Juegos (Libro 1/Completo)
AdventureA los 7 años, Iván Drago es seleccionado en un concurso de invención de juegos entre otros diez mil chicos. A partir de ese momento, su vida cambia por completo: los padres desaparecen en un viaje en globo y él se ve obligado a vivir con su tía hast...