28 - Los Competidores

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El concurso de juegos de Zyl se hizo un miércoles por la mañana en el patio del colegio. Hacía mucho tiempo que un evento no reunía a todo el pueblo. Acostumbrados a cruzarse con poca gente y a caminar por calles vacías, los habitantes de Zyl se movían incómodos en lo que para ellos era una multitud. Contra la pared del fondo se instaló una tarima con sillas para los jurados. Muchos participantes se habían inscripto a último momento, y la competencia prometía ser larga. Los miembros del jurado eran cinco: Reinaldo Zenia, como director; la profesora Tremanti, en representación del cuerpo docente del colegio; Zelmar Cannobio, del Museo Municipal de Zyl; un tal Lenghi, enviado por una Asociación de Inventores de Juegos; y un ex alumno, Zamudio, que había sido el último ganador del concurso. Aquella vez Zamudio había ganado con un juego de palitos chinos que flotaban en el agua. Zamudio y Lenghi, ubicados en los extremos, miraban con desconfianza las patas de sus sillas, que estaban justo en el borde de la tarima. El presidente del jurado, Reinaldo Zenia, comenzó su discurso:

—Mi padre fabricaba naipes luminosos. Tengo algunos mazos viejos, ajados, y todavía no han perdido su luz. Este concurso tampoco ha perdido su luz. —Los asistentes aplaudieron—. Y debemos agradecerle al ingeniero Ríos su empeño. Como en los viejos tiempos, para integrar el jurado convocamos a un integrante por cada sector. Antes teníamos también con nosotros a un representante de la industria, pero ya no queda industria en Zyl. Y ahora, ¿quién quiere empezar? Nadie quería ser el primero, y muchos estaban leyendo su propio reglamento, para hacer algún ajuste de último momento, o pegaban con adhesivo instantáneo las piezas flojas. El primero que se animó fue Domenech, de sexto grado, hijo de la bibliotecaria de Zyl, que mostró a los jurados y al público una multitud de libritos.

—En cada volumen hay un pedazo de historia —explicó Domenench—. El propósito del juego es armar con esos fragmentos un cuento que tenga sentido. Zelmar Cannobio, cuidador y director del Museo de Zyl, tuvo la mala idea de pedir un ejemplo. Domenech empezó a leer una serie de historias incongruentes, sin pies ni cabeza. Lo único que se entendía era el final, que siempre era triste. Terremotos, volcanes en erupción, naufragios, amantes que morían después de darse un último beso. En Zyl no acostumbraban interrumpir a nadie. Como en las reuniones eran siempre tan pocos, había tiempo para escuchar a todo el mundo. Sin embargo, al ver que Domenech ya arrancaba las primeras lágrimas a parte del público, con la historia de un niño a punto de ser devorado por pirañas, el director, Zenia, decidió interrumpirlo.

—Señor Domenech, si sigue leyendo nos vamos a poner todos a llorar. Esperemos que el siguiente participante nos ofrezca un final feliz. Minutos más tarde Zenia tuvo que arrepentirse de sus palabras. La siguiente competidora, Catalina Freuer, de séptimo, había armado un yoyó esférico de madera roja. Su demostración de destreza no tuvo el final feliz que esperaba el director del colegio. El yoyó era tan pesado que cuando debía volver a su mano siguió de largo hasta su cabeza. El concurso se interrumpió hasta que llegaron noticias de la sala de primeros auxilios: aunque todavía no recordaba quién era, Catalina Freuer había recuperado la conciencia. Después subió al escenario Latorre, también de séptimo, que ocultaba su cara detrás de su obra: un reglamento de cuarenta páginas para jugar a las escondidas. El profesor Darco, sentado en primera fila, aplaudió con fervor a su alumno predilecto. La profesora Tremanti leyó en voz alta algunas de las instrucciones:

—El que busca debe contar hasta mil quinientos si el tiempo es bueno, hasta dos mil si llueve y hasta dos mil quinientos en caso de nieve. El público rio debido a que jamás había nevado en Zyl.

Latorre no se dejó intimidar:

—Hice un reglamento que sirve para distintas partes del mundo y que contempla situaciones diversas, por ejemplo, las nevadas. Como quedan marcadas las huellas, es más fácil descubrir a los escondidos.

Hubo un murmullo de aceptación.

—¿Y por qué esas cuentas tan largas? —quiso saber Tremanti.

—Eso da tiempo suficiente para llegar a la estación y tomar el tren.

—¿Y cuánto es el tiempo máximo que dura la búsqueda?

—Año y medio.

—Mucho tiempo para permanecer escondido —reflexionó Tremanti.

—No para un japonés. Dos soldados se escondieron en una isla del Pacífico durante cuarenta años, creyendo que la Segunda Guerra Mundial continuaba.

El que había hablado no era Latorre, que ya se alejaba, incomprendido, con su reglamento bajo el brazo, sino Yamamoto, el único descendiente de japoneses de Zyl. El niño Yamamoto había construido un juego inspirado en la filosofía oriental. Fichas blancas y negras se movían en un tablero de madera con forma de estrella. Yamamoto explicó las reglas, pero nadie las entendió. Extendió algunas cartulinas donde había trazado diagramas del juego, pero los miembros del jurado siguieron sin entender.

—Hay un punto que no nos queda del todo claro. ¿Cómo se comen las fichas? —lo interrogó Zamudio, el inventor de los palitos chinos flotantes.

—No se comen.

—¿Y cómo se gana?

—Nadie gana, nadie pierde.

_ ¿Cuál es el propósito del juego?

—El juego no tiene propósito —respondió el enigmático Yamamoto—. Sólo transcurre.

Subieron a escena treinta juegos más, y cada uno tuvo su explicación y su demostración. El más económico fue un juego que se armaba con esas cartas perdidas que aparecen en el fondo de los cajones, quince de un mazo, treinta de otro y siete de otro más. El más complicado, un juego preparado por el grupo de boy-scouts de Zyl, que implicaba globos llenos de gas, cañitas voladoras que debían impactar en los globos y palomas mensajeras. Las cosas no salieron como estaba previsto. Una paloma fue accidentalmente alcanzada por una cañita, y cayó en picada sobre el público, como un mensaje de mal agüero. A la una y media el concurso se interrumpió, para que los jurados, los participantes y los espectadores pudieran comer algo. En un rincón del patio se vendían empanadas y gaseosas. Al cabo de una hora el director del colegio invitó con insistencia a los jurados a regresar a la tarima, y a los espectadores a sus asientos. Una vez reanudado el certamen, algunos jurados empezaron a cabecear. En una de estas cabeceadas, Lenghi, de la Asociación de Inventores, se cayó de la tarima. Ofendido por alguna carcajada, abandonó su puesto y se marchó. Entre los que se aburrían, estaba Ríos, a quien nada le importaban los juegos. Se puso el parche en su ojo derecho para enfocar mejor con el izquierdo y buscó a su amigo Iván. No estaba en la fila que formaban los competidores. Tampoco entre el público.

—Vamos a buscarlo —le dijo Ríos a Lagos.

—Debe querer estar solo. Mejor lo dejamos tranquilo —opinó Lagos.

Pero Ríoslo arrastró fuera del colegio. Apenas salieron del edificio vieron a Iván, queavanzaba hacia ellos por las calles polvorientas. Los acuáticos esperaban quese le hubiera ocurrido algo a último momento. Pero Iván caminaba sin apuro ycon las manos vacías.

El Inventor De Juegos (Libro 1/Completo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora