40 - Los Sotanos De La Compañia

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Aterrizó en una montaña de desechos, y se hundió entre cajas de cartón, piezas de madera y tableros rotos. El golpe provocó un derrumbe de parte de la montaña, e Iván se vio arrastrado y luego sepultado por la basura. Una mano lo tomó de los cabellos y lo levantó. Iván contuvo un grito de dolor. Los lentes redondos agigantaban unos ojos grises en los que solo se veía cansancio. El hombre llevaba la misma levita de los escribas, pero hecha jirones.

—Extraño juguete —dijo el escriba—. Estropeado, eso es seguro.

—No soy un juguete —dijo Iván mientras se sacudía la ropa, llena de polvo y pedazos de papel y virutas de lápiz.

—Entonces, ¿qué es? ¿Dibujante, ingeniero, escriba? ¿O acaso ya abrieron el parque, y es uno de los tantos niños que sueltan las manos de sus padres y se pierden en las aglomeraciones?

—Me estaba escondiendo de los ejecutores.

—Un intruso, entonces... Pero déjeme ver... Lo reconozco... Usted es Iván Dragó. Tiraron cientos de juegos que lo tenían como protagonista. Por una cosa o por otra, esos juegos siempre fallaban. Tengo entendido que ahora llegaron a la versión final de su juego.

El otro le tendió la mano.

—Me llamo Arsenio, soy escriba. Era escriba, en realidad...

—Me contaron su historia... —dijo Iván mientras miraba a su alrededor.

En los estantes que cubrían las paredes se veían juegos en cajas de cartón pegadas con cinta adhesiva y mecanismos cuyas piezas estaban atadas con piolines y alambre. Contra una pared había un archivo de madera con diez cajones. Frente a cada cajón había una etiqueta.

—Además de los inventos fallidos, tiran documentos que han servido para hacerlos juegos. Me tomé el trabajo de ponerlos en orden. ¡Aquí abajo hay tan poco quehacer! Le he dedicado un mueble entero a La vida de Iván Dragó.

—¿Puedo mirar?

—Por supuesto. Es su vida, después de todo.

Iván se acercó al mueble y abrió el primer cajón. Los papeles estaban clasificados alfabéticamente. Unas tarjetas de cartón amarillento servían para separar una letra de otra. Descubrió la historia del colegio Possum, el plano de la casa de sus padres, una lista de sus calificaciones escolares, informes sobre sus amigos Lagos y Ríos, en los que reconoció los errores de ortografía de Krebs. En la letra N, encontró una hoja destinada a la niña invisible.

—¿Desde cuándo Morodian está interesado en mí?

—Desde que envió su juego al concurso. Entonces decidió seguir sus movimientos a través de los años para hacer un juego con su vida. Pensaba que acabaría consiguiendo que fuera uno de los nuestros. Esa era para él la victoria absoluta sobre Zyl. Pero llegó un momento en que no se contentó con observar, y decidió él mismo participar del juego.

—¿Y cómo participó?

—Comenzó a influir desde la distancia sobre los hechos de su vida. Supongo que usted ya habrá notado esas interferencias...

Pero Iván ya no lo escuchaba. Había encontrado en el archivo un sobre blanco, y estaba leyendo lo que contenía. Sus manos empezaron a temblar.

—Esa caída fue muy dura —dijo Arsenio—. Es mejor que se siente aquí. Le haré una taza de té.

Arsenio le trajo una silla armada con miles y miles de naipes de distintos mazos que habían sido pegados entre sí, hasta formar una masa compacta. Iván se sentó y empezó a estudiar la hoja de papel que había sacado del archivo. Era la carta que le había dejado a su madre antes de que partiera en el globo. La carta donde le pedía disculpas por la bailarina rota. Iván se había quedado mudo, con los ojos clavados en el papel. Cerca de él, se enfriaba la taza de té.

—Si Morodian tenía esta carta, entonces sabe lo que les pasó a mis padres —dijo Iván para sí al cabo de un rato, y se levantó con urgencia.

—¿Adónde va? —le preguntó Arsenio.

—Tengo que hablar con Morodian —dijo Iván, mientras echaba a caminar hacia la entrada de un túnel que conectaba con otros sectores del sótano.

—Venga aquí. Por ahí no se va a ningún lado. Además, si los ejecutores lo perseguían hace un rato, todavía lo están esperando. No se cansan; siguen cumpliendo una orden hasta el momento en que Morodian les dice que se detengan.

—Tengo que obligar a Morodian a que me diga la verdad —dijo Iván.

Quería que su voz sonara convencida, pero el temblor llenaba sus palabras de signos de interrogación.

Arsenio lo invitó a sentarse nuevamente.

—¿Sabe por qué me echaron? Porque de tanto anotar sueños, aprendí a manejarlos sueños de Morodian. Ya en la época del Trasatlántico Napoleón, antes de que nos afincáramos aquí, había descubierto cómo obligar a Morodian a soñar lo que yo quisiera. Los otros escribas se dieron cuenta y forzaron a Morodian a desterrarme. Pero no he perdido mi arte. Morodian me teme todavía.

Arsenio buscó entre las cajas una libreta azul. Había llenado cada página con su letra minúscula, hasta los márgenes.

—Si se hace sonar una cuchara de plata contra una copa de cristal, Morodian sueña que ha vuelto al trasatlántico. Si se quema una rama de laurel, sueña que está en su cuarto, y tiene quince años, y oye la voz de su madre que lo llama a comer. Si se acerca un reloj de bolsillo a su oído izquierdo...

—No me importan los sueños de Morodian. Quiero que esté despierto cuando le pregunte lo que tengo que preguntar.

Arsenio borró con un gesto la interrupción de Iván.

—Si se acerca un reloj de bolsillo a su oído, entonces sueña con su padre.

—¿Para qué quiero que sueñe con su padre, que murió hace tanto tiempo?

—Tal vez a él le diga la verdad.

Iván pensó en el plan. Tenía sus dudas, pero no había ninguno mejor.

—¿Dónde puedo sacar un reloj de bolsillo?

Arsenio le dio el suyo. Estaba atado a una larga cadena. Al apretar un botón se abría la tapa. Lo acercó a su oído. El tictac sonaba con absoluta claridad, como si no fuera solo el ruido de la máquina, sino la verdadera voz del tiempo.

—Pero una vez que lo haya usado, tiene que devolverlo. Bastará con echarlo en el conducto de la habitación de Morodian. Todos los toboganes de la basura llegan hasta aquí.

Arsenio también le dio la libreta azul donde estaban anotadas las instrucciones para manejar el sueño de Morodian. Apenas Iván guardó el reloj y la libreta en sus bolsillos, se oyó un gran estruendo en la montaña de desechos. Dos ejecutores habían caído desde lo alto. Uno se incorporó de inmediato, pero el otro no, porque había recibido el peso de su compañero y tardó unos segundos en recuperar el equilibrio. Entonces los dos a la vez, en un movimiento que parecía largamente ensayado, iluminaron con sus linternas la cara de Iván.

El Inventor De Juegos (Libro 1/Completo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora