30 - El Cerebro Magico

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Todos se acercaron a felicitar a Iván. También Krebs. Le habló casi en un susurro, para que nadie más que él lo oyera.

—Una vez, hace muchos años, el más grande inventor de juegos perdió el concurso. Y eso significó la decadencia de Zyl. Hoy tenían la oportunidad de reparar el error. Y volvieron a equivocarse. Esta ciudad está condenada.

Iván tomó a Krebs del brazo, oprimiendo ligeramente su malogrado tatuaje.

—Perdiste en el colegio Possum y volviste a perder ahora. Nunca inventaste nada.

—Inventé la destrucción de tu juego. Eso salió de mi propia iniciativa.

—Y hasta eso te salió mal.

—No es a mí a quien las cosas le salieron mal. Si hubieras perdido, habrías terminado por rechazar a Zyl y hubieras encontrado otro destino: la Compañía de los Juegos Profundos. ¡No estas ruinas, estos galpones, estas fábricas habitadas por ratas, estas rayuelas casi borradas!

Krebs se despidió con un empujón. Iván cayó al suelo, y el viento arrastró el sombrero del triunfo.



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Unos minutos más tarde, Iván se reunió con Ríos y Lagos en la plaza del caballo negro.

—¿A ver la llave? —preguntó Ríos.

Se puso el parche en el ojo derecho y se quedó mirándola un rato.

—Mi padre trabajó duro para arreglar el Cerebro mágico. Pero no sabe si lo logró. Hay tantos cables y mecanismos, y todos están estropeados...

—Pero ¿responde?

—Él dice que lo más difícil de todo es que las preguntas funcionen. ¿Cuál es latuya?

Iván todavía no se había decidido, aunque el nombre de Morodian rondaba sucabeza.

—¿Puedo hacer más de una pregunta?

—Eso todavía no lo sabemos —contestó Ríos.

Y se pusieron en marcha hacia el galpón donde dormía el Cerebro mágico. En un cartel se veía la cara del adivino, con sus ojos inmensos, su bigote atusado en grandes espirales y su turbante azul. Iván puso la llave en la cerradura y abrió la puerta. Entrar al galpón era entrar al pasado. Todo estaba oscuro. Ríos, que conocía mejor el lugar, corrió unas pesadas cortinas que alguna vez habían sido amarillas, y la luz entró con timidez. Una montaña de cajas de cartón repetía en colores chillones la cara del adivino. En el fondo, sentado frente a una mesa de madera, estaba el Cerebro mágico. La cabeza era demasiado grande para los hombros angostos. En la punta de la nariz el esmalte se había saltado. Las pupilas eran pequeñas lamparitas sin vida. Frente a él había una bola de cristal donde se posaban las manos de yeso.

—Antes estaba cubierto de telarañas, tenía la túnica desgarrada y le faltaban los botones. Papá estuvo buscando hasta encontrar unos botones dorados parecidos a los originales.

Iván quiso decir algo a favor del autómata, a favor del padre de Ríos, a favor de la fe que los habitantes de Zyl ponían en aquel muñeco. Pero aun con su túnica zurcida, con sus nuevos botones y con su mecanismo supuestamente reparado, el adivino parecía la criatura más triste del mundo.

—¿Y qué le preguntaban los chicos que venían hasta acá? —quiso saber Iván.

—Hacían una larga fila durante mucho tiempo. Esperaban ese momento con tanta ansiedad, que cuando se veían frente al Cerebro mágico, no se atrevían a preguntar nada.

—¿Y cómo me responderá? —Iván imaginaba que, si aquella figura de cera realmente decía algo, ellos echarían a correr por la calle.

—Contesta a través de la bola de cristal. Si la enciende una vez es «sí». Dos veces es «no». Cuando lo conecte, vas a ver que sus ojos se iluminan, y las manos comienzan a moverse.

Los ojos del Cerebro mágico parecían tan apagados como si no hubiera energía en el mundo capaz de arrancarles una chispa. Detrás de un biombo estaban los controles del muñeco. Había tres llaves eléctricas. Con la primera, se encendieron los ojos, que brillaron con una luz roja; con la segunda comenzaron a moverse los brazos (el derecho con alguna dificultad). Con la tercera, la bola de cristal se encendió una vez.

—¡Funciona! —dijo Lagos—. Es un milagro.

—No, es mi padre que lo arregló.

—Eso quería decir: es un milagro que tu padre haya arreglado algo.

Pasaron ya unos segundos y todavía no saltó la instalación eléctrica. Lagos y Ríos miraron a Iván.

—Llegó el momento de tu pregunta.

Iván pensó durante un minuto.

—¿Estuvo Morodian detrás de las cosas que me pasaron?

La bola de cristal se encendió con una luz blanca, intensa, que le dio algo de vida a la cara del Cerebro mágico. Los tres se quedaron en un respetuoso silencio.

—¿Pruebo con otra?

—Proba. No hay nada que perder —dijo Ríos.

—¿Morodian está jugando conmigo?

La luz volvió a encenderse y a Iván le pareció que el autómata inclinaba la cabeza hacia adelante, en señal de asentimiento.

—¿Debo partir en busca de Morodian?

La luz se encendió una vez.

—Sí...

Y luego otra vez.

—No...

Y siguió parpadeando.

—¿Sí o no?

La luz siguió parpadeando hasta que se produjo un fogonazo. Los tres amigos dieron un salto. Los ojos del autómata brillaron con más intensidad y luego se apagaron. La luz de la bola de cristal quedó reducida a unos tímidos filamentos rojos.

—Era un arreglo provisorio, ya ves... —Ríos se sentía un poco avergonzado por la corta vida del Cerebro mágico.

—¿Qué les pareció a ustedes? ¿Dijo que sí o que no?

—Para mí que dijo que no —dijo Ríos.

—Para mí que sí —dijo Lagos.

Se quedaron en silencio. El sistema mecánico del muñeco todavía seguía funcionando, y las manos se movían alrededor de la bola de cristal.

—En realidad no necesito ningún Cerebro mágico para saber lo que tengo que hacer.

Los dos amigos se quedaron en silencio, como si temieran que el autómata tomara a mal las palabras de Iván.

—¿Y si no volvés? —preguntó Ríos—. ¿Si te quedás para siempre en la Compañía de los Juegos Profundos?

Iván mostró su mano.

—Voy a pedirle a Morodian la pieza que le falta a Zyl para traerla de regreso.

El Cerebro mágico pareció no estar de acuerdocon las palabras de Iván, porque hizo una nueva explosión y empezó a echar humopor los ojos. Y con esa última señal expulsó a los amigos del galpón.

El Inventor De Juegos (Libro 1/Completo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora