Era la segunda noche de Iván en el edificio de la Compañía. Se sentía extraño en esa réplica de su viejo cuarto: era como estar de vacaciones en el pasado. Desde ahí se veía el edificio principal, con todas sus ventanas encendidas. Nadie se asomaba. Los empleados de la Compañía trabajaban sin distraerse, sin mirar el Parque Profundo, ni la llovizna que caía sin parar. A las nueve, las ventanas comenzaron a apagarse y sectores enteros del edificio quedaron a oscuras. Iván se levantó de la cama y se puso las zapatillas. Afuera, bajo el eterno techo de nubes negras, hacía un frío que llegaba hasta los huesos. Había entrado en la Compañía para saber qué había pasado con sus padres, pero no sabía cómo interrogar a Morodian. Aún en el caso de que llegara hasta él, no tendría modo de arrancarle la verdad. Si había alguna pista, tenía que estar en el juego La vida de Iván Dragó. Estuvo tentado de visitar la réplica del edificio Possum, que estaba en el fondo del parque, pero se propuso no apartarse de su meta. Caminó entre las máquinas abandonadas del Parque Profundo y llegó hasta el edificio principal. Las escaleras estaban oscuras y tuvo que usar su linterna. Los pasillos, en cambio, permanecían iluminados toda la noche por unos tubos fluorescentes que zumbaban. Una de las tres puertas de la sala de los ingenieros estaba sin llave. Caminó con dificultad hasta los armarios, tratando de no pisar los obstáculos que llenaban el piso. Algo se quebró bajo sus pies, e Iván temió que el ruido despertara a los ingenieros —había oído que muchos dormían en el edificio— o, peor aún, a los ejecutores. Iván iluminó el primer armario y buscó en los cajones, entre planos y juegos a medio hacer. Pero no encontró nada allí, ni en el segundo, ni en unas cajas de cartón que se amontonaban en uno de los rincones. Decepcionado, cerró los armarios. Era mejor volver a su cama, y mejor todavía escapar para siempre de la Compañía. Le tocaría el timbre a su tía Elena, que feliz por su llegada le prepararía algún plato especial. Recordó las comidas de su tía y decidió que era mejor el peligro. Imaginó los lugares donde podía estar el juego y supo de inmediato cuál era el mejor sitio para buscar: el peor. Tenía que abrir la caja negra que estaba bajo la cama de Morodian. Subió y bajó escaleras y se creyó perdido, pero encontró la biblioteca, y pudo reconstruir el camino hacia el cuarto de Morodian. En todo ese trayecto no se cruzó con nadie. Ahora estaba frente a la enorme habitación de los sueños. Antes de que tuviera tiempo de espiar el interior del cuarto, oyó una discusión. Las voces se superpusieron hasta que sonó la voz segura de Morodian, que borró a las demás.
—No, señores. Nuestra influencia en la vida de Iván Dragó tiene que llegar solo hasta cierto punto; el resto le toca a él. Si quiere convertirse en mi heredero, así se hará; si prefiere ser fiel a Zyl y encontrar su fin en la Compañía, así será también. No podemos terminar el juego antes de tiempo.
Iván se quedó paralizado al oír la palabra «fin». Estuvo a punto de interrumpir para preguntar qué significaba. Asomó la cabeza dentro de la habitación de los sueños. Morodian estaba sentado en un sillón, conversando con cinco empleados. Iván reconoció a Gabler, a la ingeniera Lodd y a Tagle, el especialista en reglamentos, que tosía y tomaba notas. Había dos más, cuyas caras no alcanzaba a ver. No se veían rastros de ningún escriba. Las palabras de Morodian hicieron que todos hablaran a la vez. Al parecer, Gabler se inclinaba por un final provisorio:
—No es necesario que el juego alcance su fin. Basta con un continuará, como en las viejas historietas, o como en tantos juegos que construimos.
—No —dijo un desconocido—. Un fin absoluto. Una catástrofe. Este debe ser el juego definitivo de la Compañía.
Iván aprovechó el ruido de la conversación para deslizarse bajo la cama. Pasó por encima de las revistas de historietas y de las hojas mecanografiadas hasta llegar a la caja de madera negra. Levantó la tapa unos centímetros y espió el interior con su linterna. Era un mundo en miniatura, semejante al tablero que había visto en el televisor, pero no igual. Esta era una versión más avanzada del juego, porque las figuras que había visto pintadas sobre el tablero, aquí eran piezas que podían moverse de lugar. Además, no había un único tablero sino distintas capas que se desplegaban, y que obligaban a ramificar la aventura original. Parecía un juego largo; un juego que podía comenzar a la tarde y terminar a la madrugada. En una cavidad se guardaban cinco dados, todos diferentes. Un dado común, uno rojo, con letras en lugar de números, uno azul, con signos extraños, otro dado de ocho caras, y un último dado transparente, lleno de líquido, en cuyo interior flotaba otro dado diminuto. Entre las piezas había un caballo negro de mármol, nueve figuras de luchadores, una réplica del colegio Possum, un globo que flotaba si se lo dejaba suelto... «Zyl», pensó. «Estás perdida, Ciudad de los juegos... Nadie va a hacer nunca algo como esto». Tardó en reconocer que cada pieza, cada casilla, formaban parte de su vida. Que cada una de las cosas importantes que le habían pasado estaba allí representada. Faltaba saber algo. ¿Cómo terminaba el juego? ¿Hasta qué momento habían copiado —o planeado— su vida? La caja era muy pesada. Cuando trató de levantarla, golpeó contra el piso.
—¿Qué es ese ruido? —preguntó Morodian.
—Debe ser otro libro que quedó fuera de la biblioteca —dijo Gabler, que quizá sospechara la presencia de Iván y quería salvarlo.
—Entonces lo convertiré en pulpa de papel.
Y tendiendo sus manos blancas avanzó hacia la cama. Iván, asustado, renunció a llevarse la caja. Salió de bajo de la cama y escapó de la habitación. Mientras corría, oyó que los altoparlantes de los pasillos anunciaban:
—Un intruso ha entrado en el edificio principal. Todos los ejecutores salgan en su búsqueda. Conduzcan al intruso ante el Profundo. Repito: todos los ejecutores...
Desde el fondo de los pasillos y desde lo alto de las escaleras se oía el ruido de las botas que golpeaban contra el suelo con un paso marcial. Iván se maravilló de cómo el edificio, desierto hasta hacía unos minutos, ahora era invadido por perseguidores salidos de la nada. A su alrededor todas las puertas estaban cerradas con llave. Volvió a la sala de los inventos.
—¡Veinticuatro y treinta y dos, busquen en la sala de ingenieros! —rugieron los altoparlantes. Sabía que no podía esconderse en los armarios, porque era el primer sitio donde buscarían. Entonces corrió hasta el fondo, abrió la puerta de la basura y se asomó al conducto negro que llevaba hacia los sótanos. Deslizó todo su cuerpo por la abertura, sosteniéndose del borde para no caer. Cuando la puerta metálica se cerró sobre sus dedos, dio un grito de dolor y se soltó. Y así cayó por el conducto de basura hacia las regiones inferiores de la Compañía.
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El Inventor De Juegos (Libro 1/Completo)
AdventureA los 7 años, Iván Drago es seleccionado en un concurso de invención de juegos entre otros diez mil chicos. A partir de ese momento, su vida cambia por completo: los padres desaparecen en un viaje en globo y él se ve obligado a vivir con su tía hast...