27 - El Taller De Reyes

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Para pensar, Iván necesitaba pasear. Mientras imaginaba el juego que mandaría al concurso, Iván recorría cada metro de Zyl: rodeaba la fábrica de dominó y las oficinas de la compañía nacional del yoyó, pasaba frente al galpón donde dormía el Cerebro mágico, aprovechaba para visitar el museo. Una tarde caminó tanto que llegó hasta las puertas del laberinto. No se dio cuenta de que se había hecho de noche y había refrescado, y en ese momento se enfermó. Debió posponer la visita al laberinto hasta otra vez. Su abuelo le preparó una taza de vino caliente con azúcar, clavo de olor y canela. La fiebre y el vino se combinaron en un largo desfile de pesadillas. Despertó transpirado y con un grito, pero ya tenía una idea. Bocetó el juego, le encontró un título

—La casa encantada— y luego le mostró los dibujos a Ríos.

—No entiendo nada —dijo su amigo.

La explicación del juego era tan incomprensible como los dibujos, pero Ríos alcanzó a identificar varios elementos

—un dado, una brújula, un reloj, un mapa—que servían para guiarse por una casa.

—A medida que el jugador recorre la casa, los fantasmas alteran el funcionamiento de los elementos. La brújula gira enloquecida, el mapa cambia deforma, el dado queda hechizado, el reloj marca cualquier hora.

—¿Y cómo pensás conseguir ese efecto?

—Con mecanismos pequeños, que no tengo, imanes, que tampoco tengo y herramientas muy delicadas... que no tengo. Ríos volvió a mirar los dibujos.

—Mi padre tiene las llaves del taller del viejo Reyes, que murió el año pasado. Armaba juegos diminutos con mecanismos de relojería. Le podemos pedir que te deje trabajar allí.

Esa misma noche visitaron el taller, al que nadie había entrado desde la muerte de Reyes. Había una mesa de madera con toda clase de lentes, engranajes, martillos de relojero y sierras para cortar cristal. En un estante había juegos de ajedrez y de damas en miniatura. Iván se sentó en un banco alto, abrió las cajas de herramientas y se puso a trabajar. Ni siquiera notó cuando su amigo dijo «Hasta mañana» y se marchó. En los días siguientes Iván estuvo tan concentrado en su juego que dejó de aparecer por la plaza. Ríos se lamentó por haberlo ayudado a encontrar un lugar donde trabajar.

—Es solo hasta el concurso —le decía su padre, que alguna vez había conocido la pasión por inventar—. Después va a volver...

En el colegio, Iván permanecía ligeramente absorto, resolviendo mentalmente los problemas que le planteaba el juego.

—Mañana vamos a ir todos a pescar a la laguna —le dijo Ríos—. ¿Venís?

—No. Me falta un mecanismo que no puedo resolver.

—Yo sí voy —dijo de pronto Krebs, asomándose a la conversación desde lo alto.

—¿No estás ocupado en tu juego? —le preguntó Ríos—. Faltan pocos días para el concurso.

Krebs había aprendido a hablar en forma pausada, para dar a sus palabras un aire de sabiduría:

—Hay un tiempo para trabajar y otro para estar con los amigos.

Y al día siguiente, mientras Iván terminaba de armar La casa encantada, Lagos, Ríos y Krebs, junto a varios alumnos más del colegio de Zyl, esperaban la llegada de los peces. Se habían apoderado del muelle y desde allí lanzaban sus lombrices a las tranquilas aguas de la laguna.

—Hace muy mal Dragó en descuidar a los amigos dijo Krebs, como si pensara en voz alta. Un coro de aprobación secundó sus palabras.

—Lo imagino trabajando día y noche en su cuarto...

Una voz lo corrigió.

—En realidad no trabaja en su cuarto, sino en el taller del viejo Reyes...

—¡Lagos! Se suponía que era un secreto —intervino Ríos.

—Sin gritar —dijo Krebs—. Los ruidos espantan a los peces. Además, seguirá siendo un secreto, ya que a nadie se lo voy a contar. Y dio un fuerte tirón a su caña, pero cuando recogió la línea el anzuelo estaba vacío. El pez se había comido la lombriz y había escapado.

—Me parece que vamos a volver con las manos vacías —dijo Ríos, para quien la pesca era la más aburrida de las actividades humanas, después de la invención de juegos.

—No tan vacías —susurró Krebs.

El día anterior a la competencia, Ríos encontró en la calle a Krebs, quien trató de ocultar una gran caja que había recibido por correo. Al ver que el otro trataba de desaparecer, lo detuvo.

—¿Qué hay en esa caja?

—Esas cosas que envían las madres cuando uno está lejos. Latas de comida y libros que a nadie le interesan.

—¿Puedo mirar?

Krebs puso la caja contra su espalda.

—Ahora no. Tengo que trabajar.

—Iván tenía razón. Ahí está el juego que te permitirá ganar. Enviado por la Compañía de los Juegos Profundos. Morodian decidió volver a participar en el concurso, después de tanto tiempo.

—No te preocupes por defender a Dragó. El no pertenece a Zyl. Aunque todavía no lo sabe, siempre le perteneció a Morodian. Por eso está marcado. Por eso Morodian está armando un juego que lo tiene a él como protagonista.

Krebs extendió delante de Ríos un folleto. El otro leyó:

Si creen que conocen todos los juegos. Y si creen que la vida no es un juego...

Es porque todavía no han descubierto el nuevo producto de la Compañía de los Juegos Profundos:

La vida de Iván Dragó (basado en hechos reales). No les creas a los mayores: la vida sí es juego. (Un Juego Profundo).

Tiremos los dados otra vez.

Ríos hubiera querido retener el folleto para mostrárselo a Iván, pero Krebs se lo arrancó de las manos y se marchó. Apurado, Ríos caminó hasta el taller de Reyes, para avisarle a Iván sobre el nuevo juego de la Compañía. La luz entraba por una claraboya y mostraba el polvo que flotaba con la precisión de un microscopio. En el fondo, sentado en el piso de cemento, con la espalda contra la pared, Iván miraba el desastre. El tablero de su juego había sido convertido en astillas. De los mecanismos de La casa encantada —la armadura que levantaba el brazo derecho, la brújula que enloquecía, el fantasma en el ropero— solo quedaban restos. Los resortes y engranajes se habían dispersado por el suelo.

—Entraron de noche. Seguramente me siguieron para ver dónde trabajaba —dijo Iván con voz clara.

Ríos pensó: «No necesitaban seguirte». Pero no dijo nada.

—¿No se puede reconstruir algo? —preguntó Ríos, aunque sabía que era una pregunta tonta.

—El concurso es mañana. No hay tiempo para arreglar ni siquiera uno de los mecanismos. Juntó los pedazos en silencio. Ríos lo ayudó. Debajo de un armario encontró una perinola de colores, fabricada por él. Lo único que había escapado íntegro a la destrucción.

Iván la guardó en el bolsillo.





El Inventor De Juegos (Libro 1/Completo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora