Ahora todo había despertado. Había despertado Morodian, pero también cada uno de los ejecutores, y los ingenieros y dibujantes y todos aquellos que vivían en la Compañía de los Juegos Profundos. En los pasillos sonaba la voz del jefe de los ejecutores, que daba órdenes en una dirección y en otra, y las contradictorias instrucciones aumentaban la furia y la energía de la persecución. Iván, que había salido corriendo de la habitación rumbo a las escaleras centrales, se escondió en la biblioteca. El falso Iván lo miró sin sorpresa.
—Necesito que los distraigas —le pidió, sin dar más explicaciones.
—No puedo. Yo trabajo para Morodian.
—Yo, en tu lugar, me ayudaría.
—Pero yo no soy un verdadero Iván. Soy un Iván profesional. Por eso estoy obligado a dar la alarma. Apenas termine de anotar el nombre de este libro, avisaré que estás aquí.
—¿Hay mucho para anotar?
—No, está casi terminado.
Escribió las últimas palabras y dejó la pluma.
—Hora de avisar —dijo el falso Iván.
—En ese caso te ayudo.
Iván trepó a la escalera de madera que llevaba a los estantes y comenzó a tirar al suelo los libros. El golpe los hacía rebotar y en el aire desperdigaban sus tesoros.
—¡La advertencia, la advertencia! —gritaba el falso Iván, mientras señalaba el cartel en la pared.
Pero ya era tarde. El escarabajo verde corría de una pared a otra en busca de la salida. Un libro llamado Zeppelin se había inflado de golpe y ahora flotaba hacia la lámpara de la biblioteca. Otro volumen abría la boca y echaba una llamarada entre dientes de dragón. Sobre el piso de madera libros-trompos giraban enloquecidos. La Gran Enciclopedia de las Aguas del Mundo inundaba la sala. Desde el estante más alto, cayeron ejemplares chinos sobre fuegos artificiales, que llenaron la biblioteca de destellos, olor a pólvora y estruendo. Algunos libros combatían con otros, chocaban en el aire o en el suelo, y se arrancaban sus páginas hasta deshacerse. Cuando los ejecutores irrumpieron en la sala, los libros cayeron sobre ellos. Se vieron rodeados por la niebla de Londres, mordidos por diminutos cocodrilos africanos, fulminados por el rayo de Zeus. Iván aprovechó para escapar de la biblioteca. Un pequeño batallón de libros se empeñó en seguirlo. Hubiera querido llevarse algunos en su fuga; pero las historias terminaban de improviso. Una saltaba por una ventana, otra era pisada por un ejecutor, la última quedó consumido por su propio fuego. Solo le quedaba la suya para continuar. Como en el edificio todos los caminos estaban bloqueados, escapó hacia el parque. Allí estaban los actos de su vida: la tienda del tiro de patos, el colegio Possum, listo para hundirse, la réplica del museo de Zyl. Todas las cosas que había vivido y que ahora se levantaban ante él para encerrarlo. Solo había una salida: el globo. Agitado levemente por la brisa, parecía querer abandonar los lazos que lo ligaban a la tierra. El ojo miraba hacia lo alto. Nada podía darle más miedo a Iván, pero no había otra salida. Antes de saltar en la canasta quebró el cristal del amuleto, y con el filo comenzó a cortar las cuatro sogas que amarraban el globo. Solo faltaba cortar una soga, pero no llegó a completar el trabajo: ante él estaba Morodian.
—¿No nos había prometido un juego, señor Dragó?
Iván casi no tenía aire para hablar.
—Este es el juego —dijo Iván.
Y con un gesto señaló todo: el desorden que había dejado a sus espaldas, los libros fugitivos, los primeros empleados de la Compañía que llegaban agitados y los rodeaban, a la espera de un final.
—El juego debía tener la forma de un laberinto. Un laberinto es un lugar donde uno se pierde. Y todavía no me siento perdido.
Sin dejar de cortar la soga, Iván respondió:
—Todavía está a tiempo de perderse.
Morodian caminó hacia Iván. La llovizna eterna que caía de las nubes artificiales ahora era más fría. Los ojos enloquecidos del Profundo lo asustaron: se dio cuenta de que Morodian había encontrado el final perfecto para el juego. Las manos blancas con sus dedos aguzados como garras ya buscaban desde lejos su cuello. En pocos días más, imaginó, saldría a la venta la caja negra: el juego de la vida —y también dela muerte— de Iván Dragó. Asustado, Iván se apartó del globo y tomó una de las escopetas para cazar patos. Morodian no pareció intimidado por el arma.
—Aquí todos conocemos su historia, día por día. Somos expertos en sus desdichas. Tenía siete años cuando visitó el parque. Disparó cinco tiros a unos patos que se movían muy lentamente y a los que cualquiera hubiera acertado. Y no ganó nada. Solo un premio consuelo. No es a la puntería de Iván Dragó a lo que temo.
Iván bajó la escopeta. Morodian tenía razón. A nadie asustaría con su mala puntería. Jamás daría en ningún blanco. No servía para eso. Pero ¿qué pasaba si apuntaba a cualquier otro lugar? ¿Qué pasaba si se disponía a errar el tiro? Todos los soldados de Morodian estaban allí. Ejecutores, dibujantes, ingenieros. Al ver a su señor, habían dejado de actuar: ahora miraban con curiosidad los acontecimientos. Los altoparlantes estaban mudos. Todos estaban a la espera del tiro al blanco.
—Dispare —ordenó Morodian—. Hace años que los premios esperan en los estantes el tiro ganador.
Iván apuntó. Pero no a Morodian. Apunto para errar. Cuando hizo fuego, la escopeta de latón se sacudió, y saltó de sus manos. Morodian dio un alarido y se llevó la mano a su ojo derecho. Antes de que recuperara la visión, Iván saltó al interior del globo. Con el brazo izquierdo tendido hacia adelante, Morodian buscó a Iván. Enceguecido, tropezó con alguna de las piezas de chatarra que se acumulaban en los senderos del parque. Había acostumbrado a sus hombres a extrañas representaciones bajo la llovizna helada: representaciones que tenían como destino el juego. Y al ver la escena, pensaron que era uno más de aquellos espectáculos, cuyo sentido solo Morodian podía comprender. Por eso se quedaron quietos, esperando instrucciones. Pero la única orden de Morodian era el grito de dolor. Nadie sabía cómo interpretar ese aullido interminable. Iván terminó de cortar la soga que faltaba y el globo se sacudió. Cerró los ojos y dejó que un terror vertical lo invadiera. El globo subió lentamente y atravesó las nubes negras, que antes habían borrado el cielo y que ahora borraban el Parque Profundo. Desde abajo, en un vano intento de alcanzarlo, se levantaba el grito de Morodian.
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El Inventor De Juegos (Libro 1/Completo)
AdventureA los 7 años, Iván Drago es seleccionado en un concurso de invención de juegos entre otros diez mil chicos. A partir de ese momento, su vida cambia por completo: los padres desaparecen en un viaje en globo y él se ve obligado a vivir con su tía hast...