26 - El Secreto De Krebs

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Cuando llegó a su casa Nicolás le preguntó, como siempre, cómo le había ido. Iván estaba de tan mal humor que empezó a contarle, desganado, una de las anécdotas que vendía Ríos. Pero al fin pudo decir qué era lo que realmente lo molestaba: la llegada de Krebs. Su abuelo no parecía tan sorprendido como él.

_ ¿Qué tiene de raro que tu amigo Krebs haya ganado una beca?

_Krebs no es mi amigo. Y nadie le daría una beca de ninguna clase. Hay una trampa en todo esto.

—Pero si el director dijo que tiene extraordinarias aptitudes, significa que quizá cambió.

—Extraordinarias aptitudes para la estupidez. Krebs no vino por ninguna beca. Vino para vengarse.

En los días siguientes, Iván esperó que Krebs lo agrediera de algún modo, pero nada ocurrió. Lo trataba con indiferencia, como si apenas conservara de él un ligero recuerdo. Krebs mantenía la misma ignorancia que había mostrado en el colegio Possum, pero esta vez su conducta no causaba ninguna inquietud entre los profesores. En disciplina, era un alumno modelo. Para tranquilizar a Iván, los acuáticos le propusieron vigilar los pasos de Krebs. Se turnaron para seguirlo. Ríos se levantaba el parche para espiarlo mejor. A los tres días le pasaron su primer informe: Krebs vivía como alumno pupilo en el colegio, no se veía con nadie, e iba al correo día por medio.

—Tal vez le escribe a su familia —dijo Lagos.

—No creo que haya escrito una carta en su vida.

—Déjalo en nuestras manos. Vamos a descubrir adonde envía su correspondencia—dijo Ríos.

La oficina de correos estaba frente a la estación de tren. La atendía Campos, un viejo cartero retirado, uno de los más antiguos habitantes de Zyl. Cada vez que alguien entraba a la oficina para comprar una estampilla, el ex cartero le contaba anécdotas de los tiempos de Aab: los juegos del fundador para que nadie recibiera la carta que le estaba destinada (solo muchos años después se pudo normalizar la correspondencia), el ataque de las langostas gigantes, el derrumbe del castillo de naipes de cien pisos... Como ir al correo significaba hablar una hora con Campos, los habitantes de Zyl habían abandonado por completo la correspondencia. Ríos les había dicho a sus padres que iba al correo, así que aprovecharon su sacrificio para llenarlo de cartas escritas muchos años atrás y nunca enviadas. Llenó su mochila de correspondencia y caminó hasta la estación. Faltaban unos minutos para las cuatro, la hora en que solía aparecer Krebs.

El viejo cartero solía inventar ardides para que sus interlocutores no se escaparan (por ejemplo, simular que se había quedado sin estampillas y pasarse las horas buscando una en los cajones polvorientos de la oficina). Pero al ver la cantidad de cartas que tenía Ríos, supo que no haría falta ningún truco. Sonrió con beatitud.

—Hace cuarenta años, cuando el viejo Aab recorría toda la ciudad a caballo, pensando en nuevos juegos... —empezó Campos. Pero algo lo interrumpió: había entrado Krebs.

—¿Algo para mí? —preguntó el recién llegado.

El viejo cartero sacó un sobre y se lo tendió. Krebs a su vez dejó una carta sobre la mesa. Ríos vio fugazmente el sobre: solo llegó a leer casilla de correo 7777. Krebs salió tan rápido como había llegado, sin darle tiempo a Campos a que le contara nada.

—Un gran joven, este Krebs —dijo el cartero—. Siempre está ocupado, no como usted, que se queda ahí esperando una buena anécdota. Así que le hablaré de las lluvias del 51... Pero el cartero se había metido con la persona equivocada.

—Lo que usted me dice me recuerda la vez que el colegio se inundó —dijo Ríos, y empezó a contar una de las anécdotas que vendía por veinticinco centavos. Una vez que hubo terminado, Campos trató de decir lo suyo:

—No fue esa la única inundación. Recuerdo que en la época en que Aab construyó el laberinto...

Pero ya Ríos sacaba de su memoria los temas más pedidos de su repertorio: murciélagos en la oficina del director, la caída del falso meteorito, el desmayo del alfil negro durante la partida de ajedrez viviente. Campos reconoció la derrota. Despachó las cartas y le pidió que se fuera, que tenía mucho trabajo, que la correspondencia era sagrada... Y apenas Ríos se marchó, colocó el cartel de cerrado en la puerta de vidrio.

—El paseo no sirvió de nada —dijo Ríos—. No tengo ningún nombre. Solo sé que envía y recibe sobres, y que en los dos casos la dirección es la misma: casilla de correo 7777.

—Es la casilla de correos correspondiente a Morodian —les dijo Iván—. Morodian contactó a Krebs y lo mandó aquí.

—Pero ¿para qué? —preguntó Lagos.

Iván se encogió de hombros. No se le ocurríaninguna razón. Pero cinco días después tuvo en claro que había una razónposible. Ese día se abrió la convocatoria para aspirar al premio al mejorinventor de juegos de Zyl, esta vez reservado solo para los alumnos delcolegio. Y el primero que se anotó fue Krebs. A partir de entonces, Iván notóque todos sus compañeros, que antes habían ignorado a Krebs, ahora loconsultaban sobre muchos asuntos distintos. Él respondía a todo con evasivas,como si supiera las respuestas, pero considerara imprudente revelarlas. Comenzóa correr el rumor de que su torpeza en todas las materias formaba parte de unplan para ganar el concurso: simulaba ineptitud para luego aprovechar el efectosorpresa. Iván estaba inquieto. No le importaba perder con cualquier otro: peroperder con Krebs sería una humillación insoportable..., aunque fuera solo uninstrumento del verdadero competidor.

El Inventor De Juegos (Libro 1/Completo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora