Por Horacio.

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Los disparos rompieron el celeste cielo de aquella soleada mañana. Sus hombres en fila, contenían el dolor para poder dar un buen acto en honor al oficial caído. Uniformados de azul, esperaban pacientes la siguiente orden.

- Apunten, ¡Fuego! –repitió la orden.

Cada bala, parecía incrustarse en su corazón; disparos que sonaban como la aguja de un reloj que iba hacía atrás, hacía el mismo dolor que pensó que había dejado atrás. El humo suave se desvaneció con el último tiro atronador.

- Descansen –dijo, como palabra final.

No había dado más que ordenes ese día, y no diría más aún luego de que todo terminará. Poco a poco los agentes se fueron dispersando, saludando personalmente a su compañero caído y marchando de vuelta a la comisaria.

Conway esperó sentado contra la tumba de Ivanov, fumando un cigarro de los baratos, quizás su pequeño castigo íntimo. Estaba perdiendo con creces este juego, e iba mucho más allá de su orgullo, se trataba de pagarlo con almas inocentes. No podía seguir fingiendo que todo estaba bien, no podía seguir permitiendo que sus soldados cayeran a manos de un único enemigo.

- Lo siento, Ivanov; no estoy haciendo esto como debería –habló a la nada-. Volkov está bien, pero el resto sigue muriendo.

Y por su mente paso aquella nota, aquel papel pegado en la puerta de su departamento cuando había regresado del hospital. "La Reina no cae, pero te quedas sin peones. ¿Cuánto más darás por ella?" decía, en perfecta caligrafía que dudaba poder encontrarle un dueño.

Sabía muy bien a que se referían aquellas palabras, sabía perfectamente lo que intentaba dejarle claro. Pero no podía ceder a la Reino, incluso aunque el Rey cayese. Apagó el cigarrillo bajo su suela, y camino a la salida.

Los patrullas se habían retira hace tiempo, pero tan solo uno esperaba. Dejando que el humo escapara por la ventanilla, Volkov le esperaba en su auto de patente Putin. No mediaron palabras, tan solo partieron hacía comisaria.

- ¿Dónde lo tienen? –preguntó cercanos a llegar.

- En los calabozos. Pediré que lo trasladen a la sala de interrogatorios para que esté listo –dijo Volkov, para luego hablar por radio, dando las ordenes.

- ¿Horacio?

- Esta de servicio ya, pero me dijo que quería estar en el interrogatorio.

- ¿Torrente?

- Tiene revisión en el hospital hoy, me avisará si puede volver poco a poco al servicio, Conway –explicó con tranquilidad el ruso-. Avisó que paso a ver a Palma y que le darán de alta esta noche, a más tardar.

No había dormido nada de nuevo, pero sin soportar el insomnio; sino que se había centrado en la investigación hasta que el sol salió y era hora de despedir a su hombre caído. Su cabeza latía de vez en vez, expandiendo un dolor horrible. Por mucho que masajeara su sien o cerrara los ojos, parecía no apaciguarse.

- Tenga –dijo el comisario, entregándole una pastilla.

Ni siquiera pregunto que era, tan solo se trago. Se adentraron a comisaria por la entrada trasera, directo a los calabozos. Detuvo se andar cerca de la puerta de la primera sala, observando al rubio a través del cristal espejado; Volkov a su lado.

- Si quiere, puedo encargarme...

- No, este es mi problema –aceptó la responsabilidad-. Pon las cámaras en bucle.

- Como diga –obedeció, marchándose hacía seguridad.

En cuanto entro, Gustabo le miró con su sonrisa de siempre, fingiendo que nada malo había pasado. Conway desprendió el botón de los puños de su camisa, y se arremangó. No iba a sacar la porra para esto, necesitaba hacerlo a la antigua.

- ¿Con que secuestrando agentes? ¡¿Matando agentes?! ¡¿Es lo que te mola ahora?!

- Conway, déjeme...

El primer golpe tiró de la silla al rubio, quien fingió ser la victima y que eso realmente le había dolido muchísimo. Pero Jack no se detendría. Derecha, izquierda, derecha...

- ¡Conway, es suficiente! –pidió un descanso Volkov, tirando de él.

Nunca había regresado a sus instintos más primitivos como ahora, ese asesino que llevaba dentro y tratando de encajar en la sociedad. Estaba desatado y su corazón pedía sangre con cada latido.

- ¡VOY A MATARTE, HIJO DE LA GRAN PUTA! –amenazó a Gustabo, que trataba de incorporarse-. ¡NO SALDRAS DE ESTA PUTA COMISARIA VIVO!

- ¿Gustabo? ¿Conway? – dijo Horacio, entrando a la pequeña sala con todo el desconcierto del mundo.

Estaba al tanto de lo que había paso y sabía que habían atrapado a su mejor amigo en aquel secuestro a Yuu, y como parte de la banda que asesino a Brown e hirió a Palma. Lo sabía, pero su corazón no era tan curtido como el de Jack; Horacio quería escuchar las explicaciones.

- ¡Vamos! ¡Habla, gilipollas! –exigió a Gustabo-. ¡Dile a Horacio lo que hiciste!

- Hablaremos, pero a solas –dijo, con esa tranquilidad tan desesperante.

- ¿Por qué? –preguntó el menor de los amigos, esperando la respuestas y olvidando sus peticiones.

- Pues... yo no sabía que eso iba a terminar así, Horacio, tú sabes que soy incapaz de lastimar a nadie –habló con coherencia, aunque su rostro sangrara-. Las cosas se fueron de mis manos.

- Mataste a Brown –escupió cada palabra como si estas rasparan su garganta-. Eso no está bien, Gustabo, prometiste que ya no haríamos cosas malas.

Entonces, el rubio rio, completamente fuera de lugar.

- ¿Y qué querías? ¿Qué siguiera a pies del viejo por dos euros de mierda? –sacó sus verdaderas razones-. ¡Casi mueres por su culpa! ¡No me jodas, Horacio!

- Esto no es por mí, lo haces por ti, como siempre –refutó el otro, con sus lágrimas cayendo-. Si fuese por mí, no permitirías que nada le pasará a un policía, porque sabes que esto me duele. ¡PERO ESTO NUNCA ES POR MÍ, GUSTABO!

El joven se marchó, por mucho que Gustabo le llamó. Conway se cruzó de brazos, y vio la desesperación en el rubio por traer de vuelta a su amigo. Había apostado mucho por ese sujeto, había puesto su propio cariño en el tablero; ahora veía la verdadera bestia, como Horacio lo había hecho, y la decepción era un trago amargo en medio de todo el dolor que estaba saboreando. 

- ¡¿Qué me ves?! ¿Estas feliz de separarnos?

- ¿Feliz? ¿Yo? ¿Sabes quién está feliz? El imbécil que lidera la bandita que llevo a Horacio al hospital. Él está muy feliz de tenerte de su lado, Gustabo –sonrió falsamente-. Horacio tiene toda la razón, todo se trata de ti, ¿No? ¡Espero que tus putos millones en negro lo valgan! 

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