Prólogo

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El grito estruendoso y el irritante llanto de un niño pataleando en plena avenida la irritó al punto de encorvarse para poder cubrirse los oídos.

Sólo al pasar junto a la madre y su desagradable criatura, escuchó el conocido gesto de indignación, un gesto ahogado cómo si pretendiera responder, un balbuceo de palabras que podrían interpretarse como una ofensa. Y al final una voz aguda.

Gritos, gritos y más gritos. Voces provenientes del primer piso de la casa, insultos, risas y escupitajos. Siempre los acompañaban más y más gritos. Algunos más bajos que otros. Otros tan altos que en las demás casas del vecindario podían escucharlos, y esconderse como ella en un rincón del ático. Esperando, rogando, deseando que se olvidaran de ella.

Encorvada sobre sus rodillas, apretando las rodillas contra su pecho y los puños en su cabeza, cerrando los ojos tan fuerte que empezaban a ver manchar de luz detrás de sus parpados. Contando sus respiraciones para no hacer ruido. Asegurándose de respirar hasta que el pecho les duela, mantener el aire dentro de sus pulmones y soltarlo poco a poco. Poco a poco.

Aún si sólo era un pequeño suspiro, volverían los gritos.

Y está vez, no le seguirían los insultos y el escupitajo.

Después de los gritos vendrían los pasos. Pisadas. Pisotones. Un cuerpo enorme que hacía rechinar la madera de las escaleras. Una sombra ancha capaz de opacar la luz del pasillo.

Tenía que mantenerse callada. Debía de seguir apretando las rodillas contra su pecho y evitar que el miedo llenara sus ojos de lágrimas. El llanto era ruidoso, humedecía su rostro haciéndola moquear. Si se ensuciaba recibiría el cinturón. No quería volver a sobarse las nalgas toda la noche porque le ardía. Debía de ser fuerte y controlarse, tenía que...

¡Ahí estabas, asquerosa criatura!

Contuvo la respiración, apretando los puños en su cabeza. Aire. Necesitaba conservar todo el aire que pudiera antes de que llegara el dolor.

Pero no importaba cuanto esfuerzo pusiera en ser una niña buena, no hacía ninguna diferencia lo mucho que se esforzara por mantenerse escondida en el mismo sucio rincón del ático, siempre la encontrarían.

La jalarían por el cabello hasta la misma sucia y roída manta, dónde sabía que las ratas se escondían cuando hacía frío. Dónde una y otra y otra y otra vez su voz se alzaba implorando por ayuda sin que nada llegara.

El dolor y los golpes siempre se detenían cuando el coche de su papá se estacionaba en el garaje. Le permitían volver a su rincón dónde se sentía a salvo cuando volvían del hospital.

Siempre con malas noticias.

Siempre con más gritos.

—¡Cállate de una vez, dije que no!

Mackenzie abrió los ojos lentamente.

La madre y su hijo ya estaban en la esquina opuesta, él todavía berreando y jaloneándose, ella arrastrándolo por la calle pretendiendo que no estaba desesperada.

Soltó el aire de sus pulmones, lento, suave.

Sin hacer un solo ruido.

La voz del SilencioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora