Ecos - 2

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Me desperté agitado, con la frente bañada en sudor, aún sintiendo la intranquilidad y el dolor en el cuerpo. Busqué la hora en el reloj digital sobre la mesa de luz, eran las tres y media de la mañana. Respiré hondo, sabía que me costaría volver a conciliar el sueño. Siempre era lo mismo. Casi todas las noches se repetían aquellas pesadillas y ese mismo rostro, cuya fisonomía conocía mejor que la de cualquiera de las personas con las que convivía día a día.

Volví a hundir la nuca en la almohada, clavando los ojos en el techo pintado de blanco, tan insulso, tan genérico, cuyas escasas imperfecciones conocía al dedillo. Había pasado incontables madrugadas en vela, escudriñándolo.

Intenté centrarme un poco en ese instante, en el presente.

Viré levemente la cabeza hacia la derecha.

Aunque podía escuchar su respiración, pesada y rasposa, sentí la necesidad de verificar que allí estaba. No tenía en claro si quería encontrar su rostro a un metro y medio del mío. Ya no conseguía dilucidar si su presencia me resultaba un aliciente o una carga. Tantas veces, en los últimos tiempos, había deseado que desapareciera de mi vida y tantas otras me había jurado que no podría seguir si él no formaba parte de ella.

"¿Adónde hemos llegado?", me pregunté, mientras recorría con la mirada su perfil perfecto, sus labios entreabiertos, que alguna vez había deseado tanto, y su mandíbula, delineada por aquella barba color castaño claro.

Qué lejos habían quedado esos tiempos en que el cariño mutuo parecía obvio y la necesidad de contacto no era un mero recuerdo, tan difícil de encontrar en los vericuetos de nuestra imperfecta memoria.

Regresé la mirada hacia el cielorraso. Allí me encontré con la imagen fantasmagórica de aquel otro rostro. La comparación fue inevitable, también lo fueron las dudas. ¿Cómo podía una figura imaginaria resultarme más cercana que el hombre con el que había compartido casi cuatro años de mi historia?

Me pregunté si acaso la imaginación no era el recurso que mi mente estaba utilizando para escapar de una relación dolorosa y tóxica, que últimamente tan pocas veces conseguía darme algún sosiego.

Sentí la tristeza apretando mi garganta, mis ojos humedecerse.

"Debés dejar de tenerte lástima y tomar las riendas de tu vida de una buena vez", me diría María Luisa, mi psicóloga.

Tan fácil era decirlo, tan simple le debía resultar a ella formular esa frase. Tan difícil, sin embargo, para mí era dejar atrás una parte tan importante de mi existencia. Se sentía como si pretendiera tirar a la basura cuatro de los veintitrés años que había vivido. Que era, justamente, el tiempo en que pensé que lograría ser yo mismo, en que me animaría a dar ese primer paso en la búsqueda en tratar de conocer quién era realmente yo, sin depender de mi familia e intentando no sentir más culpas.

Giré una vez más en la cama, dándole la espalda a él y cuidando de no hacer ningún contacto físico para no despertarlo. Aunque sabía que en unas pocas horas cuando me levantara para dirigirme al trabajo, él seguiría durmiendo. Tal vez, hasta continuaría toda la mañana tirado en la cama. Ya no volveríamos a tocar ese asunto, prefería evitar a toda costa un conflicto. Porque hacía un tiempo que cualquier tema, hasta el más trivial, provocaba una pelea entre nosotros. Debía hacer mi mayor esfuerzo por mantener la tranquilidad en esa, que era nuestra casa.

Yo me merecía esa paz, aunque desde niño me había costado trabajo encontrarla.

A las ocho y media, como ocurría en cada jornada laboral, sonó el despertador. Estiré el brazo aún dormido, buscando a tientas para silenciar la alarma. Me incorporé, apoyando la espalda en el respaldar de la cama y vi que Julián ni se había enterado. Sentí el cansancio de la noche mal dormida en cada músculo del cuerpo y en la parte de atrás de la cabeza. No lograba recordar en qué momento de la madrugada había conseguido reencontrar el sueño. Sea como fuera, ya no había vuelto a visualizar al hombre desconocido ni a aquella pesadilla oscura que solía atosigarme.

Tenía un largo día por delante.

En aquel momento, deseé tener que prepararme para encaminarme hacia una oficina, como hace la mayoría de la gente. En cambio, mi trabajo me demanda mucha energía física y debía encontrarla aunque no existiera un ápice de ella en mí. Quizá, un buen desayuno de frutas, proteínas y un café bastante cargado, pudiera darme el empujón que necesitaba para comenzar ese día.

Cuando finalmente salí a la calle, noté que la ciudad me aventajaba en vitalidad. A las nueve y media, Buenos Aires ya lleva largo rato de ajetreada rutina y el pico de tránsito y de personas en circulación ya comienza su curva descendente.

Miré hacia el cielo y agradecí que por fin hubiera llegado la primavera. Un día soleado y de temperatura agradable, sería remedio suficiente para una mala noche.

Otra mala noche.

Calcé la mochila en mi espalda, me coloqué el casco y me dispuse a pedalear los quince minutos que separaban el edificio en que vivía del Teatro Colón. Traté de mentalizarme en positivo, quería llegar a la clase matutina del mejor humor posible, aunque tuviera que hacerlo esquivando los autos guiados por conductores maleducados, que se creen dueños de la calle y que jamás respetan la prioridad del ciclista. Intenté borrar ese pensamiento, diciéndome que, a esa altura, ya debía estar acostumbrado. No dejaría que nada me arruinara el día, lo que yo todavía no sabía era que ese, sería el día que iniciaría un cambio irreversible en mi vida.

POR VOS MUERODonde viven las historias. Descúbrelo ahora