Otros Tiempos - 3

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Tres meses atrás, Giancarlo había escogido los cuadros que más le gustaban del pequeño atelier montado en su cuarto, los había colocado bajo el brazo y se había subido con ellos al tramway tirado a caballos que lo llevaría desde La Boca hasta la recientemente inaugurada estación terminal del Ferrocarril del Sud. Había pasado una vez por allí y le pareció que aquel elegante edificio de reminiscencias europeas podía ser un buen lugar donde conseguir potenciales clientes. Después de todo, tenía un gran mercado en frente y pasaban por allí muchas personas.

Habiendo vendido una sola de sus obras en todo ese tiempo y a un precio que resultaba casi una ofensa, venía analizando hacía ya un par de semanas la posibilidad de cambiar de lugar de trabajo; tal vez el mercado de San Cristóbal o el nuevo Abasto, ya que había escuchado que los vigilantes corrían a los vendedores de la Plaza de Mayo desde que habían demolido la Recova Vieja. No quería tener problemas con las autoridades, por lo que decidió darle a la estación de trenes una semana más, si lograba vender por lo menos otro cuadro a un monto suficiente como para pagarle los meses de alquiler adeudados a la signora Carmina y comprar algo de alimento para matar el hambre que le hacía doler las tripas, estaría conforme y se quedaría en ese mismo lugar.


Un par de hermosos caballos negros se detuvieron justo frente a él y, por la ventanilla del reluciente coche que tiraban, se asomó el rostro de una refinada dama, que miró directo hacia él y sus pinturas apoyadas en el piso. Mientras el cochero se disponía a descargar el equipaje de la parte trasera del vehículo e ir amontonándolo sobre la vereda, un niño con un carro se acercó para ofrecer su ayuda. Entonces, un hombre elegantemente vestido, abrió la puerta y salió del coche, haciéndole un gesto al pequeño para que comenzara a acomodar los baúles y maletas para su transporte al interior de la estación. Tras él, descendió la mujer, que lucía un gran sombrero con plumas y un vestido hecho de una tela tan reluciente, y evidentemente cara, que el joven italiano nunca había visto desde su arribo a esas tierras. Sin ninguna duda, esas eran personas de mucho dinero y la mujer no quitaba los ojos de los cuadros que había pintado un mes atrás desde una barranca, observando a las lavanderas mulatas intentando blanquear las ropas de sus amos con los pies hundidos en las lodosas márgenes del río.

La dama se le acercó sonriendo y se inclinó frente a la pintura más grande.

—¿Qué vale? —preguntó.

Giancarlo se puso nervioso y se dio cuenta de que no sabía realmente cuánto pedir por su trabajo.

—Lo que la señora quiera pagarme.

—¿Los pintó usted?

—Sí, señora —se puso de pie y se quitó la boina de la cabeza como señal de respeto—. Pinto desde que era muy chico, me enseñó un reconocido artista de mi tierra.

—¿Y cuál es su tierra?

—Lombardía, señora, Italia.

—Caro mío —la mujer se volteó hacia su marido—. Questo ragazzo viene dalla tua terra.

El hombre se acercó con cautela, echando una mirada rápida a las pinturas y luego depositando su atención en el muchacho.

—Sei da Bergamo? —preguntó.

—No, caballero —respondió en la misma lengua—, soy de Crema. Pero mi maestro era de Bérgamo, y he trabajo mucho allí, he retratado a grandes damas de esa elegante y refinada sociedad.

Era obvio que Giancarlo buscaba caerle en gracia a sus interlocutores, que se miraron con complicidad.

—¿A qué damas ha pintado usted de mi ciudad? Tal vez conozca a alguna —pareció divertirse el hombre.

POR VOS MUERODonde viven las historias. Descúbrelo ahora