Ecos - 8

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Aquella noche Julián llegó pasada la medianoche. Para ese momento, hacía muy poco que me había acostado y me esforzaba por continuar con la lectura de un libro, aunque mis pensamientos no me permitían concentrarme en ello.

Había vuelto a ver el video.

Había buscado los poemas en Internet.

Había descubierto que todos eran de la autoría de Garcilaso de la Vega, escritos cinco siglos atrás. Leí los que aparecían en la obra, como también algunos otros. De nuevo esa sensación confusa. Las palabras me eran más que conocidas, pero también sentía que era la primera vez que las leía.

No podía quitarme eso de la cabeza.

¿Cómo era posible tal contradicción?

Al escuchar el sonido de las llaves ingresando en la cerradura de la puerta de entrada, apagué la luz del velador y fingí que dormía. Cualquier otra vez, me hubiera levantado y lo hubiese enfrentado; le hubiera exigido la verdad. Si había algo que me ponía mal, era vivir en la mentira. Prefería saber a qué me enfrentaba en vez de estar elaborando conjeturas, que de cualquier manera me hacían daño. Mucho.

Sin embargo, en esa oportunidad, preferí evitarme el mal momento, cerrar mis ojos y sumergirme en los vericuetos de mis propios pensamientos.

La madrugada avanzaba y no conseguía conciliar el sueño. Tampoco dilucidar si se debía a que mi mente no parecía dispuesta a relajarse para otorgarme algo de descanso o si el malestar era a causa del nauseabundo olor a alcohol que desprendía la persona con la que compartía la cama.

Finalmente, no sabría decir en qué instante, me quedé dormido.

Por una vez, no me atormentaron las mismas pesadillas que venían persiguiéndome desde hacía años.

En cambio, soñé con un día de sol pleno, lo cual era muy infrecuente.


Recuerdo encontrarme en un campo abierto, de altos pastizales amarillentos que se mecían armónicamente con el paso de una brisa leve.

Se oían risas lejanas, como en un eco.

Una sensación de bienestar y de armonía me llenaba.

Al levantar la cabeza veía nubes nítidas e impolutas que contrastaban con un cielo azul profundo. Había montañas lejanas con picos cargados de nieves eternas. El sol acariciaba mi piel y se sentía casi como un abrazo protector y amoroso.

Las risas se repitieron y noté que pertenecían a un hombre, un hombre joven. Lo busqué con la mirada, pero no alcancé a verlo. No necesitaba hacerlo. Me distraje con el paisaje que me rodeaba y que parecía envolverme. Una pradera inmensa que tenía como marco aquella cordillera que parecía diminuta en la distancia.

Me recosté en la grava.

Cerré los ojos y pude sentir los músculos de mi rostro acomodándose para formar una sonrisa.

Aunque no había visto el mar por ningún lado, estaba seguro de encontrarme cerca de la costa. Se podía percibir el salitre marino suspendido en el aire y, si agudizaba el oído, alcanzaba a distinguir el murmullo incesante de las olas lambiendo tierra firme.

Qué sensación tan placentera.

Qué bienestar me causaba estar allí.

Mi cuerpo continuaba tendido sobre el suelo, tratando de permitir que la naturaleza me embargara, que aquella felicidad tan simple y cotidiana fuera capaz de llenar cada milímetro de mi ser.

Entonces, la figura difusa de una persona pareció posicionarse entre los rayos del sol y mi rostro, asomándose a pocos centímetros de mí. Podía adivinar el contorno de su cabeza a través de la piel de mis párpados cerrados.

Dejó escapar una risa leve, era el mismo joven que había oído reírse antes. Cuando lo hizo, sentí su aliento dulzón rozar cálidamente mi cara.

Respiré hondo.

Era reconfortante.

Aquella figura me daba seguridad. A la vez que la sentía familiar, cercana.

Volví a sonreír.

Y cuando menos lo esperaba, escuché su voz, que se sintió como si fuera un arrullo.

—Gianni —dijo.

De alguna manera, sabía que me estaba llamando. Me embargó la sensación de que toda mi vida encontraba sentido cuando esa voz rasposa y alegre pronunciaba mi nombre.

Nunca lo había escuchado en ningún otro sueño, pero lo reconocí de inmediato.

Abrí mis ojos y lo vi.

Era el hombre de siempre, sonriéndome. Mirándome de la manera más tierna, como nunca nadie me había mirado.

POR VOS MUERODonde viven las historias. Descúbrelo ahora