Ojos Negros - 4

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Durante todas las mañanas de la semana siguiente los dos jóvenes se reunieron en el jardín; mientras el italiano era obligado a permanecer al sol, el sacerdote le hacía compañía. Hubo, incluso, un par de oportunidades en las que este regresó más tarde y permaneció en el nosocomio hasta ya entrada la noche.

Ese viernes, la enfermera nocturna entró en el cuarto distraída, trayendo la cena en la bandeja habitual cuando se detuvo de golpe, sorprendida de que el religioso aún no se hubiera retirado.

—No esperaba encontrarlo por aquí, padre —dejó escapar, con un gesto que Juan Francisco no supo cómo leer.

—Nos quedamos conversando y perdí la noción del tiempo —se disculpó—. Debería irme ya.

—¿Por qué no se queda a cenar? —invitó Giancarlo—. De seguro, María no dirá nada si tomamos otra porción de comida para usted.

La joven mujer, que nunca miraba al sacerdote a los ojos, rio nerviosa y con la cabeza gacha se encogió de hombros. Salió asegurando que volvería enseguida con otra bandeja.

—Hombre, mire en el compromiso que ha puesto a la pobre enfermera.

—Yo creo que ella está encantada de hacernos este favor —dijo Giancarlo con una sonrisa burlona.

—No le entiendo.

—Vamos, Juan Francisco, ¿va a decirme que no ha notado cómo se pone de colorada esa pobre chica cada vez que lo ve?

El rostro del cura se encendió como la brasa.

—Claro que no. Está usted blasfemando, viendo cosas donde no las hay.

—Supongo que ustedes, los sacerdotes, no tienen permitido apostar, si no pondría una buena suma en juego y le demostraría que estoy en lo cierto.

—Por supuesto que no podemos hacer eso, tampoco nos fijamos en detalles del tipo que usted señala —se lo notaba muy incómodo.

—Bueno, no se enoje; sólo quise hacerle una broma.

El religioso lo enfrentaba con cierto dejo de reproche en su mirar, cuando María volvió a aparecer en la habitación con otra porción de comida, que colocó sobre una mesa auxiliar cerca de donde Juan Francisco estaba sentado.

—Traje dos vasos más de arroz con leche, por si quieren repetir el postre —acotó, mirando con complicidad a Giancarlo que estaba sentado en una poltrona en el ángulo opuesto del cuarto.

—El dulce favorito del padre, ¿verdad, Juan Francisco? —se mofó.

—Eh... sí, me encanta —mintió el otro apretando los dientes e intentando una sonrisa—. Muchas gracias, María; es usted muy amable.

El rostro de la enfermera perdió su típico color blanquecino y se tornó de un colorado evidente que sobresaltaba en los pómulos. Se llevó la mano a la boca para intentar ocultar la misma sonrisa torpe e infantil que había evidenciado minutos atrás y, sin levantar la mirada, volvió a salir deseándoles una buena cena.

El cura, estupefacto, la siguió con la vista y cuando se volvió hacia el italiano, vio que le sonreía socarronamente.

—¿Qué le dije?

—Giovanni, por favor, nos ha puesto en una situación muy incómoda a ambos, la pobre chica no sabía donde meterse.

—Y usted tampoco —rio.

—Qué bueno que está de buen humor —se quejó, destapando la bandeja con la comida—. ¿Por qué no come, que se le va enfriar? En vez de continuar con esa expresión burlona en la cara.

POR VOS MUERODonde viven las historias. Descúbrelo ahora