Ecos - 6

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El primer ensayo de la nueva obra se llevó a cabo en la sala que se encuentra bajo la avenida 9 de Julio y que lleva el mismo nombre. No voy a negar que estuve un poco nervioso en un principio, pero el repositor español parecía haber venido mucho más relajado que el día anterior y su asistente era una chica simpatiquísima que estaba atenta a cada pequeño detalle y que se comunicaba con voz dulce y cargada de ese acento ibérico que siempre resulta tan agradable, eso me relajó.

Al terminar el día de trabajo, nos entregaron a los bailarines que cubríamos los roles principales un DVD que contenía la pieza completa y que deberíamos usar en nuestros hogares para estudiarla durante ese final de semana.


Cuando abrí la puerta del departamento, agotado por el largo día de trabajo y porque había tenido que esperar una hora en una bicicletería, para poder arreglar una de las ruedas de mi bici que había descubierto pinchada al querer volver a casa, me encontré con Julián sentado frente a la computadora, me saludó apenas levantando su mentón y volvió inmediatamente a su perfil de Facebook. Parecía que había estado chateando con alguien, porque el sonido típico del MSN se oyó un par de veces y él cerró la aplicación sin siquiera responder.

—Te llamó tu mamá —dijo, sin voltear para mirarme.

No sé porqué extraje el celular de mi bolsillo para buscar alguna llamada perdida.

—¿Cómo sabés? No me aparece nada.

—No... te llamó hace quince minutos al fijo —blanqueó los ojos.

—¿Y atendiste?

Dejé la mochila sobre la mesa y me acerqué hasta él, interrogándolo con la mirada.

—Claro.

—Cuántas veces te dije que si suena el teléfono no lo atiendas, porque deben ser mis viejos. Nadie más tiene ese número.

—Es el teléfono de donde yo también vivo y si suena y se me antoja atenderlo, lo hago —se lo notaba molesto.

—Pero Julián, qué les voy a decir ahora si me preguntan quién sos.

—Le decís que soy tu pareja. Estamos en 2009, no en 1930. Yo no tengo por qué estar escondiéndome por tus problemas mentales.

Su actitud me enfurecía, se me ocurría egoísta y poco considerada.

Yo sabía perfectamente el año en que vivíamos y también sabía que, a esas alturas, la mayoría de los jóvenes gays ya no tenía problemas en abrirse ante su familia. Él mismo le había contado a su madre cuando apenas tenía dieciséis años que prefería las relaciones con hombres antes que con mujeres. Pero yo era yo, y mi familia era algo que sólo yo conocía; él no tenía derecho a presionarme y decirme cómo manejarme para con ellos.

Cuando perdimos a mi hermano, yo pasé a ser hijo único. Lo que más me aterraba era defraudarlos. Tenía miedo de la reacción que podían llegar a tener si algún día decidía enfrentarlos y decirles mi verdad. Sabía que me querían, pero ¿serían capaces de comprenderlo? ¿De aceptarlo? Anticipaba a mi padre retirándome la palabra y, lo que era peor, a mi madre llorando, temiendo por mí; diciendo que no podría entrar al Reino de los Cielos debido a la vida que llevaba.

Entonces, la pesadilla que había tenido la noche anterior regresó a mi memoria, llena de detalles como si se tratara de una película que había acabado de ver en la televisión.

"¿Y si esa capilla que me perseguía representa a la férrea devoción católica de mis padres? ¿Y si ese hombre que siempre se me aparece en sueños es Dios, queriéndome decir algo?" —pensé.

POR VOS MUERODonde viven las historias. Descúbrelo ahora