Otros Tiempos - 5

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Al llegar a la terminal de trenes había otro hombre aguardando el carruaje. Casi sin pronunciar palabras, Nicanor le cedió las riendas con las que venía dirigiendo los caballos y luego ayudó a Giancarlo a descargar sus trastos. Ambos se adentraron en el inmenso y lujoso hall de la reluciente estación y, aunque ya había estado allí, el joven inmigrante volvió a sonreír pensando en cuánto le agradaban los enormes espacios de los edificios del Nuevo Mundo.

Pasaron a través de una puerta giratoria y se adentraron en un gigantesco salón atiborrado de mármoles, maderas y vitrales. En una habitación contigua, que parecía más la sala de una lujosa mansión parisina que un sector determinado en una dependencia ferroviaria, aguardaban Giovanni y Teresa. Aquella, en realidad, era una sala de espera exclusiva para cierto sector de la sociedad porteña, que en esa época hacía uso frecuente de los servicios del ferrocarril.

Teresa dibujó una amplia sonrisa al verlos ingresar y se puso de pie, mientras se abanicaba para mitigar el calor de esa jornada de octubre.

—Justo a tiempo, en media hora partirá el tren —dijo.

—Gracias, señora, he traído los retratos —se adelantó el pintor.

Nicanor, que venía cargándolos, dio dos pasos hacia el frente y los desplegó ante su ama. La mujer echó una mirada rápida y se volvió hacia su marido.

—¡Espléndidos! ¿No te parece, amore mio?

Desde un cómodo sillón de pana roja, el adinerado italiano sonrió a su mujer y se limitó a asentir con un gesto.

—Tenemos un pequeño problema, estimado signore Rossi —continuó la dama.

Giancarlo sintió su ánimo desplomarse y la expresión de felicidad que llevaba hasta ese momento se desdibujó de inmediato. Lo primero que le vino a la mente era que se habían arrepentido de llevar adelante la ventajosa propuesta planteada más temprano.

—Oh, lo entiendo —musitó—. No han sido de su agrado.

—¡Claro que sí, hombre! He dicho que son espléndidos. El problema es que el tren partirá colmado de pasajeros y no hemos podido conseguirle un camarote digno para su descanso. Mr. Thompson nos propone cederle un espacio generoso en uno de los majestuosos coche Pullman, donde viajaría usted en compañía de nuestro estimado Nicanor, o si no aguardar al servicio de la próxima semana donde podrá contar con un recinto más digno y confortable para tan largo viaje hasta el sur de la provincia.

—No se preocupe, señora, cualquier lugar está bien para mí. No tengo grandes pretensiones.

Giancarlo recordó las inhumanas condiciones de la tercera clase en que había navegado por más de dos meses; su calor sofocante, las enfermedades, el llanto constante de los niños, el olor nauseabundo por la falta de higiene tanto del lugar como de sus ocupantes.

—Debería tenerlas, signore Rossi; es usted un verdadero artista y merece mucho más que estar ofreciendo su encantador arte en las calles de esta ciudad.

—Le agradezco mucho, señora Casares de Durando, de verdad.

—Tonterías, llámeme Teresa. Cuando conozca a mi madre podrá hacer uso de todas las formalidades dictadas y por dictar. Prepárate, cariño —se volvió hacia su marido, que rio con mesura, colocando los dedos pulgares de sus manos en los bolsillos del chaleco de su traje claro.

—He tratado con lo más insoportable de la realeza europea, sé cómo manejarme, créeme. Además, no hay mujer que se resista a mis encantos.

Teresa negó con la cabeza y blanqueó los ojos; Nicanor contuvo una sonrisa sarcástica, conocía muy bien a la madre de su ama.

La elegante mujer alzó su mano enguantada y un sirviente, que había permanecido discretamente inmóvil en un rincón, se aproximó hasta ellos.

—¿Entonces, prefiere usted viajar hoy con nosotros, signore Rossi?

—Sí, sí, señora Teresa; lo prefiero.

—Estupendo. Estimado caballero, dígale usted a Mr. Thompson que tomaremos los cuatro lugares de Pullman que nos ofrece y los dos camarotes previstos para el señor y para mí, respectivamente. Y ya pueden ir acomodando nuestros equipajes según lo convenido.

El joven empleado se inclinó levemente y salió del cuarto tan rápido como le fue posible.

—¿Dónde han dejado sus maletas, maestro Rossi?

—Sólo traje este bolso, señora —se avergonzó Giancarlo.

—¡Dios mío, qué practicidad! Deberíamos aprender de los artistas, mi querido; dicen que viajar leve es andar con libertad por la vida.

—Sobre todo tú deberías aprenderlo, amada mía —dijo el hombre poniéndose de pie y alisándose las prendas de lino con las manos mientras dejaba escapar un suspiro— Creo, que ya podemos ir acomodándonos en el tren para poder estar listos en el momento de la partida; odio andar con prisa. ¿Son puntuales los servicios aquí?

—Amore, las líneas son inglesas, funcionan con tanta exactitud como el Big Ben.

Giovanni hizo un gesto con la mano, invitandoa los demás a adelantarse hacia la salida; a su vez, Giancarlo y el chofer sehicieron a un lado para permitir el paso de la señora que agradeció con unapomposa sonrisa.

POR VOS MUERODonde viven las historias. Descúbrelo ahora