Giancarlo Rossi nació en el año 1873, en un pequeño pueblo del norte de Italia llamado Crema. Oyó hablar por primera vez de la Argentina cuando tenía diez años. Sor Pietà, la única de las monjas que lo trataba bien y que le caía en gracia, le había contado sobre una tierra lejana donde su hermano se había radicado hacía algún tiempo. Le describió llanuras inmensas, donde se podía andar por miles de kilómetros sin toparse con ningún cerro, ninguna montaña, ninguna piedra estéril. En ese lugar, la tierra era tan rica, que si se te caía una semilla o el carozo de una fruta, al otro día podías encontrar una planta germinada. Le dijo que allí la población de vacas y de cabras era tan grande, que superaban en una proporción de cien a uno a los pobladores humanos, y que, por eso, se decía que en ese sitio no existía el hambre y que todos los chicos que lo habitaban tenían leche, carne, pan y quesos de sobra para poder alimentarse cuanto y cuando quisieran.
Al escucharla, el niño abría sus ojos sorprendido e imaginaba que si hubiera tenido la suerte de nacer en ese lugar tan increíble, no hubiera tenido que pasar por todas las penurias que había sufrido en sus pocos años y que, quizá, si hubiesen vivido en una tierra tan próspera como aquella, sus padres no se hubiesen visto en la obligación de dejarlo en la puerta de una iglesia cuando era apenas un recién nacido.
Cuando la religiosa se retiró, él observó al resto de los chicos, huérfanos o abandonados, que jugaban harapientos y famélicos en el patio del viejo orfanato y se prometió una vida mejor que la que le había tocado en suerte.
"Cuando sea grande, yo también cruzaré el mar y viviré en ese pueblo; allí, todo será distinto", pensó.
Esa idea nunca se disipó de sus fantasías y se fue haciendo más y más presente a medida que iba creciendo.
Tuvo la suerte de que un día un reconocido pintor de la región de Lombardía, un tal Giuseppe Caccianiga, fuera contratado por el convento. El viejo cascarrabias había llegado a trabajar sin nadie que lo ayudara a montar los andamios para pintar el fresco religioso en el techo de la pequeña iglesia, por lo que el joven Giancarlo fue designado por la madre superiora como su asistente forzado. A pesar de los retos, los insultos y los malos tratos, al terminar su labor, el célebre don nadie le propuso un puesto fijo de trabajo en el que debía hacer lo mismo que había hecho durante los últimos meses. Sin dudarlo un instante, el adolescente aceptó la propuesta. Lo único que quería era abandonar esas húmedas paredes de piedra en donde había estado prisionero desde el inicio de sus días.
Giuseppe no le pagaba casi nada, pero durante el tiempo que permaneció a su lado le enseñó con dedicación los oficios de su arte.
Al promediar sus dieciocho años, Giancarlo supo sacar provecho de su simpatía y de su buena apariencia, para caerle en gracia a un par de damas influyentes del área donde residía, las que le encargaron una serie de pequeños retratos con los que empezó a juntar algunas liras para poder cumplir su gran sueño: comprar un pasaje en alguno de los tantos buques que zarpaban desde la península itálica, abarrotados de miserables almas que cruzaban el mundo en busca de mejores días.
Finalmente, a inicios del año 1894, partió desde Génova a bordo de un navío llamado Plata, en el que tardaría más de dos meses en llegar hasta su tan anhelada tierra de riquezas y abundancia.
Las cosas en Buenos Aires tampoco fueron fáciles. En aquella época, la capital argentina estaba desbordada de gentes que, como él, llegaban desde los más variados rincones del planeta. A pesar de las promesas del gobierno local de brindar ayuda a los recién llegados, pasado el período de un semana en que se los alojaba de manera gratuita en el hotel llamado "de los Inmigrantes", la gran mayoría quedaba a la buena de Dios. Muchos arribaban con contactos locales, por lo general familiares o amigos que habían llegado antes que ellos y que les facilitaban un trabajo o un techo donde guarecerse hasta que vinieran tiempos mejores.
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POR VOS MUERO
RomanceMartín tiene pesadillas y sueños recurrentes. Sueña con cosas y situaciones que desconoce. Pero, sobre todo, se repite la figura de un hombre, que siempre parece contemplarlo en cuanto duerme. No sabe quién es, nunca lo ha visto. Sin embargo, siente...