Ojos Negros - 6

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La luz del sol entró apenas iniciado el día en la habitación que ocupaba Giancarlo, filtrándose entre las finas cortinas de tejido blanco. Éste abrió sus ojos y dudó unos instantes sobre el lugar en que se encontraba. Se sentía un poco aturdido, ya que había dormido demasiadas horas. El día anterior, agotado por el largo viaje, había decidido recostarse un rato; aunque el sueño se había prolongada hasta esa mañana.

Abandonó la cama y se acercó hasta la enorme ventana.

El jardín estaba vacío, parecía demasiado temprano y supuso que el personal aún no había iniciado sus labores diarias. Escuchó su estómago quejarse y se llevó una mano al vientre recordando que no comía nada desde el mediodía de la jornada anterior, cuando habían interrumpido el viaje para detenerse largamente bajo la sombra de un tilo que encontraron solitario al costado del camino.

Volvió a vestir las mismas prendas con las que había llegado, ya que no tenía nada más para usar. El costoso traje que le regalara el verdadero Giovanni Durando, estaba manchado de sangre, roto y totalmente inutilizable luego del accidente; se detuvo un instante para contemplar la bolsa que lo contenía en el fondo del armario. Suspiró, recordando aquella noche en el tren y cómo el mundo había cambiado en apenas un instante para todos los que allí viajaban.

Al descender por la majestuosa escalera mármol que conducía a la planta inferior, pudo ver en un trabajado reloj de pie que encontró a su paso, que eran apenas las seis quince de la mañana. El gigantesco salón en que desembocaban los peldaños también se encontraba desierto y sus pasos, aún titubeantes como consecuencia del accidente, retumbaban en la inmensidad inhumana de aquella gran estancia.

Bastante desorientado, fue entrando en cuanta puerta encontró. Cada habitación resultaba más lujosa y señorial que la anterior, él nunca había imaginado que tanta opulencia pudiera ser encontrada en el medio de un campo, perdido en la nada, en el más recóndito rincón del planeta. Finalmente, mientras contemplaba con sorpresa la incontable cantidad de libros de una biblioteca, una mucama, que él no conocía, lo encontró allí parado y lo guio hasta la cocina que andaba buscando y que quedaba en los subsuelos de la mansión.

Herminia y Angélica tomaban mate en una gran y vieja mesa de madera rústica y se sorprendieron al verlo entrar.

—Señor, ha madrugado usted —titubeó la más vieja, poniéndose de pie en señal de respeto, acción que imitó la más joven.

—Por favor, pueden permanecer sentadas.

—Gracias, señor Durando.

—Llámenme Giovanni, por favor.

Asintiendo, ambas retomaron lo que estaban haciendo, aunque lo observaron con algo de desconfianza al escuchar aquello.

—¿Desea alguna cosa el señor?

—Desayunar. Estoy muerto de hambre —dijo éste, riendo y sin ninguna formalidad.

—Por supuesto —volvió a pararse el ama de llaves—, en seguida le llevaré su desayuno al comedor diario, verá que no tardo. ¿O desea que sea en su cuarto?

—No, comeré aquí con ustedes.

Las mujeres se miraron extrañadas, al tiempo que el chico ocupaba un lugar junto a ellas en la mesa.

—¿Toma usted mate? —preguntó risueña Angélica.

—Nunca tomé, pero siempre hay una primera vez, ¿no?

Parecía que el italiano se había levantado de buen humor y olvidado todos los nervios que había pasado el día anterior.

Las mujeres le enseñaron cómo debía de beberse la ignota bebida que el extranjero había visto muchas veces consumir a otras personas durante los dos años vividos en el país. Aunque las advertencias no sirvieron para evitar que se quemara el paladar en el primer sorbo dado a la bombilla y que el sabor amargo de la infusión argentina le resultara demasiado extraño, casi intragable. Madre e hija se divirtieron con su reacción, aunque insistieron en que debía de seguir intentando porque "con el tiempo uno se acostumbra".

POR VOS MUERODonde viven las historias. Descúbrelo ahora