Ojos Negros - 2

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Cuando volvió a despertar se encontraba solo en aquella habitación blanca e inmensa. A su lado, una silla vacía y más allá había otra cama, aunque se veía el colchón desnudo, sin sábanas, por lo que supuso que estaría desocupada.

Ya no se encontraba amarrado, pero tampoco podía moverse, debido a que su pierna derecha, cubierta hasta la mitad del muslo por un casquete de yeso, colgaba desde un armazón de metal dispuesto junto al pie del lecho.

Una brisa de aire fresco y seco entraba por una ventana abierta a su derecha, meciendo una cortina clara y leve. Estiró el cuello para ver hacia afuera, pero tras unas rejas oxidadas sólo alcanzó a vislumbrar un cielo límpido y sin nubes. Al escuchar el cantar lejano de un ave, notó que no había percibido hasta entonces ningún otro sonido, lo que le resultó extraño.

Sintió la boca seca, por lo que buscó en las cercanías un vaso, que encontró vacío sobre la mesa de luz, pero no vio ningún recipiente con agua a su alcance. No le quedó más remedio que humedecerse los labios con la lengua. Con la mano izquierda, la única que tenía liberada, levantó las sábanas e intentó otear su vientre, que era donde sentía el dolor más agudo, vio que lo tenía cubierto por vendajes y curativos.

Aquel sitio en que se encontraba le resultaba demasiado tranquilo para tratarse de un hospital.

Volvió a recorrer la habitación con la mirada, esta vez lo hizo con mayor tranquilidad y estudiando cada detalle que encontraba. El crucifijo que pendía sobre su cabeza, sujeto por un clavo a la pared, lo llevó a preguntarse si acaso aquella no sería una institución religiosa, ¿no había un cura cuidándolo la vez anterior que había recuperado su consciencia o acaso se lo había imaginado?

Resoplando, volvió a apoyar la cabeza sobre la almohada y clavó la vista en el techo impoluto pintado a la cal, buscó algunas de las manchas de humedad que había sobre su cama en el conventillo, pero ni siquiera eso encontró como para poder adivinar formas objetables y matar así el aburrimiento.

Todavía no comprendía del todo lo que le había ocurrido, ni por qué había ido a parar a ese edificio vacío y silencioso.


El sonido de alguien junto a él, lo devolvió del sueño. Se trataba de una enfermera.

—Dove sono? —preguntó, sintiendo un ardor en la garganta al hablar.

La mujer lo miró extrañada, negó con la cabeza y salió casi espantada de la habitación.

Antes de hacerlo, había dejado el vaso lleno de agua, por lo que estiró su mano izquierda, lo tomó con la punta de los dedos, temiendo que se le escapara por la escasa fuerza que tenía. Lo llevó hasta la boca y bebió todo su contenido de una sola vez. El líquido en su estómago se sintió pesado al cabo de varios minutos, por lo que terminó lamentando tal acción.


Después de un lapso bastante largo de mirar hacia la puerta y de no ver pasar a nadie, la figura delgada y frágil del mismo cura joven que creía recordar del algunos días atrás, se dibujó de repente bajo el dintel. Éste, al ver al italiano despierto y casi sentado en la cama, dibujó una amplia sonrisa que le iluminó el rostro y ahondó aún más el hoyuelo que llevaba en su mentón. Apuró el paso hasta llegar junto a él.

—¿Cómo se siente hoy el paciente? —preguntó con una voz dulce y gentil que denotaba cierta familiaridad ajena para Giancarlo.

—Mas o menos —respondió este, confundido.

—Ha estado muchos días adormecido y fuera de sí, seguro que se siente mareado o turbado.

—¿Cuánto tiempo estuve inconsciente?

POR VOS MUERODonde viven las historias. Descúbrelo ahora