Ojos Negros - 3

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Durante los dos días siguientes nadie se acercó a visitarlo; apenas un hombre que dijo llamarse Ernesto y que se presentó como "alguien de confianza de los señores, que había sido enviado para cotejar que todo siguiera bien".

A la tercera mañana, mientras dos enfermeras lo alistaban en una silla de ruedas para llevarlo hasta el jardín, reapareció la figura del sacerdote en el pasillo. Giancarlo lo miró, dudó unos instantes y luego recibió con una sonrisa, al fin y al cabo, era la única persona que lo visitaba.

—¿Adónde lo están llevando? —quiso saber el religioso.

—Me van a poner a tomar sol en el jardín, como hacer con los enfermos terminales o los pobres ancianos. Según el médico —acentuó con ironía—, será de mucha ayuda para mi sanación.

—Entonces, yo me encargo de acompañarlo, pueden dejar nomás —aseguró el recién llegado a las dos mujeres, que se miraron en consulta hasta que una de ellas se encogió de hombros, liberando a ambas del trabajo.

—Bueno, pero tenga usted cuidado con las piedritas del jardín, que hacen que se traben las ruedas y puede ser peligroso —aconsejó la de más edad.

—No se preocupe, seré cuidadoso.


La luz del sol directo encegueció a Giancarlo durante algunos instantes; después de estar tanto tiempo en el interior del hospital, se había desacostumbrado a ella. Aunque la sensación que acarreó sobre su piel le resultó agradable y reconfortante. Cerró los ojos y se dejó acariciar por los tibios rayos, mientras el religioso empujaba con dificultad la silla por los senderos de gravilla color zanahoria. Las ruedas de madera producían un sonido apaciguante al ir abriéndose paso por entre las diminutas piedras.

—¿Aquí le parece bien? —preguntó el padre, devolviéndolo a la realidad.

—Sí, muy bien —respondió de manera automática.

El sacerdote se sentó en un banco de piedra tipo romano, que quedaba lejos de cualquier sombra y junto al que había acomodado al paciente.

—¿Le duele? —preguntó, señalando con la barbilla la pierna envuelta en yeso y sostenida hacia adelante por un adminículo especial para tal fin.

—La pierna no, la mayor molestia la tengo en el vientre.

—Yo no lo vi cuando lo trajeron, pero me han dicho que llegó usted muy malherido para su atención.

—Sí, así me han comentado.

El religioso apretó sus labios en señal de empatía y luego recorrió con la mirada el campo abierto frente a ellos. Se trataba de un enorme jardín con el césped perfectamente cortado y de un verde uniforme y oscuro, interrumpido por varios senderos anaranjados, que formaban un entramado simétrico que descendían por suaves ondulaciones hasta perderse de vista. El edificio del hospital, a sus espaldas, parecía coronar esas colinas. Sendos montes de eucaliptos protegían el jardín por derecha e izquierda, en el centro del cual se veía un pequeño invernadero, cuyos vidrios reflejaban la luz del sol como un reflector hacia las paredes del nosocomio. Una fuente de hierro custodiaba la entrada de carruajes y cuatro palmeras recién plantadas se disponían a los lados del sendero que llevaba hasta la explanada de ingreso.

—Lindo, ¿no? —el religioso buscó tema de conversación.

—No sabía que hubiera sierras en las pampas de este país. Siempre me habían dicho que era más bien una llanura perfecta.

—Hay dos sistema serranos en la pampa: Tandilia y Ventania; todo lo demás es una planicie perfecta. Demasiado monótona para mi gusto.

—Y este, ¿cuál de esos dos sistema sería?

POR VOS MUERODonde viven las historias. Descúbrelo ahora