Otros Tiempos - 9

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En la grabación puede escucharse cómo mi respiración se comienza a entrecortar y cómo trato desesperadamente de incorporar aire a mis pulmones. De repente, ya no podía articular palabra y apenas emitía quejidos ahogados y sollozos. Recuerdo el dolor agudo en el vientre, las lágrimas silenciosas corriendo por mis mejillas y un peso inexistente e inexplicable comprimiendo todo mi cuerpo.

María Luisa se apresuró en tratar de liberarme de lo que sentía.

—Martín, acordate que te encontrás en un lugar seguro, estás en mi consultorio. No te pasa nada, podés respirar normalmente.

Sin embargo, no podía hacerlo; no podía dejar de sentir uno de los más lacerantes dolores que había padecido jamás.

—Voy a contar hasta uno, comenzando por el diez. Cuando me escuches terminar la cuenta regresiva, volverás al presente y tratarás de recordar todo lo que me contaste.

Aún cuando pude recuperar la consciencia de mis actos y tenía pleno conocimiento de que todo lo experimentado había sido parte de la regresión de ese día, la angustia no me abandonó. Me había quedado con cierta pesadez en el pecho y algo apretándome con demasiada fuerza el estómago.

Le pedí a la psicóloga para retomar la hipnosis, pero ella no quiso hacerlo; dijo que había tenido suficientes emociones por una jornada y que de todas maneras no nos quedaba mucho tiempo para terminar aquella sesión.

—Pero preciso saber qué pasó con Giancarlo —insistí.

—Te entiendo, pero creéme que es mejor que descanses ahora.

Abandoné el consultorio todavía con aquella sensación de vacío y de tristeza acompañándome. Mis ojos se humedecían a causa de cualquier pensamiento y sentía un nudo atragantando constantemente mi garganta.

Caminé desde allí hasta mi departamento, volvería al día siguiente por la bicicleta. Crucé casi todo el barrio de Palermo buscando distraerme y dejar atrás ese sentimiento que me embargaba, pero no lo conseguí.

Cuando entré en mi casa, vi que Julián estaba sentado en el living viendo televisión. Me acerqué hasta él y lo abracé por la espalda, asomando mi torso por encima del respaldo del sofá. Llevó una de sus manos hasta mis antebrazos y los tomó; luego se volvió hacia mí, observando el llanto mudo surcar mi cara.

—¿Qué pasó? —preguntó, con la respiración pesada.

—Nada. Preciso un abrazo nomás.

Se levantó y me rodeó con su cuerpo, apretándome fuerte.

Apoyé mi cabeza sobre su hombro y toda la tristeza y la angustia que había acumulado durante tantos años consiguió escapar de mi alma en ese instante, como el agua de un embalse al lograr romper las paredes de una represa que la contiene me sentí desbordado por el desconsuelo. Esas lágrimas eran el resultado de demasiadas cosas, tantísimos dolores que me acompañaban desde niño; de todas mis inseguridades, los recientes descubrimientos en terapia, pero, sobre todo, era la tristeza de estar viendo morir a ese amor que nos habíamos tenido. Durante los minutos que duró su abrazo, sentí el calor de su cuerpo; eso me hizo recordar nuestros comienzos, el tiempo en que éramos cómplices y compañeros, cuando las risas todavía ocupaban el lugar de los gritos, cuando nos mirábamos a cada rato, intentando saber qué le sucedía al otro, si estaba bien. Recordé cuán felices habíamos sido entonces; cuánto nos habíamos apoyado para poder superar tantas dificultades. Me pregunté en qué momento todo eso había cambiado y si aún cabía la posibilidad de volver el tiempo atrás, de ser nuevamente aquellos chicos llenos de temores, pero que creían ciegamente en un futuro juntos y en que el otro sería siempre un refugio seguro.

Me distancié un par de centímetros y lo miré en la profundidad de sus ojos grises, que parecían llenos de interrogantes y de dudas. Sin embargo, su boca no preguntó nada y agradecí aquel gesto, su discreción. Realmente no tenía ganas de hablar, apenas necesitaba no sentirme tan solo. Le agradecí el que estuviera ahí, intentando brindarle una sonrisa, que terminó siendo sólo una línea recta dibujada en mis labios apretados.

Aquella noche volvimos a ser los de antes.

Él preparó la cena por propia iniciativa y respetó mi momento a solas en el balcón, mientras observaba las luces de los edificios cercanos y de las estrellas titilando en un cielo sin luna. Tratando de buscar algo de silencio para una mente que no se detenía.

Cuando nos acostamos, me dio un beso de buenas noches, como hacía meses no ocurría. En ese momento, sentí que debía contarle sobre las regresiones y sobre esa vida pasada que venía descubriendo; sobre las pesadillas que me habían llevado a buscar respuestas en lugares impensados. Quería conversar sobre cuál creía que había sido el origen de mi tormento, que no era más que esa guerra de indiferencia en la que nos veníamos sumiendo. Pero preferí mantener mis labios apretados contra los suyos y expresarle apenas con la mirada cuánto extrañaba ese tipo de gestos entre nosotros. Porque realmente lo hacía. Se detuvo en mis ojos una vez más antes de volverse hacia la ventana cerrada, que enfrentaba cada noche para dormir. En esa última mirada, creí volver a ver a ese chico tan joven y vulnerable que había conocido algunos años atrás durante un verano en la playa. Volvieron a mí las largas charlas de los primeros días, las caminatas en la arena, las carcajadas constantes, todo el deseo de éxito que ambos teníamos para nuestras carreras. Tantos sueños todavía por concretarse. Recordé el sexo increíble que solíamos tener y que ahora había perdido la cuenta de cuándo había sido la última vez que lo habíamos hecho. No permití que ese pensamiento me alejara de las cosas buenas que estaba rememorando.

La gratificante sensación que me causaba acordarme de los buenos tiempos, me hizo comprender porqué todavía luchaba por permanecer junto a él, por salvar nuestra relación. Y es que realmente habíamos sido felices, muy felices en algún momento.

Aquella noche de tregua me devolvía las esperanzas.

Sin embargo, antes de dormirme, mi mente no quiso ocuparse de Julián o de mí, sino de Giancarlo y de su destino. Pensé en cuánto él se merecía ser feliz y, como si fuera posible modificar el pasado, pedí por su bienestar y por su seguridad. Precisaba saber que había tenido una buena vida. De repente, sentí que de su felicidad dependía la mía.

Me giré en la almohada sabiendo que los cuatro días que faltaban para la próxima visita a María Luisa se me iban a hacer eternos.

Se me cerraban los ojos y el último pensamiento que recuerdo fue para el misterioso hombre de mis sueños. Volví a preguntarme cuándo descubriría quién era en realidad y qué era lo que trataba de decirme.

POR VOS MUERODonde viven las historias. Descúbrelo ahora