Ecos - 3

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Al entrar al camarín del teatro para cambiarme, José, uno de los bailarines con los que lo comparto, me recordó que ese día llegaría un repositor español para observar la clase y elegir el elenco para una de las obras que estrenaríamos cerca del fin de la temporada, en un ciclo de danza neoclásica que solía ofrecerse anualmente para abonados y público.

—¿Era hoy? —pregunté, quejándome.

—Sí, hoy. ¿Dónde tenés la cabeza?

—Me gustaría saberlo, la verdad. Igual, no sé para qué me preocupo, por supuesto que no me van a elegir, siempre eligen a los mismos.

—Nunca se sabe, hay que estar preparado —contestó mi compañero, tomando sus zapatillas justo antes de abandonar el cuarto para ir a hacer el precalentamiento corporal antes de los ejercicios.

Suspiré y me paré frente al espejo donde solía prepararme antes de cada función. Me observé por un largo rato. Fruncí la boca y volví a bajar la mirada.

Por supuesto que no me elegirían.

La clase comenzó con normalidad, a cargo del maestro de cada mañana. Aunque la presencia de la directora del Ballet Estable, su secretaria y otros dos hombres que nos observaban atentamente había logrado ponerme un poco nervioso, intenté disimularlo. Siempre me ponía así cuando venían los representantes de los distintos coreógrafos para montar sus creaciones en nuestra compañía. Intentaba no mirarlos y dejar los ojos fijos en el viejo maestro que nos iba marcando las distintas posturas y ejercicios en la barra.

Luego, llegó el turno de los movimientos de centro, que también se desarrollaron de acuerdo a la rutina normal de trabajo. Al igual que la tercera y última parte de la clase técnica, usualmente llamada Allegro. Sin embargo, en ese momento, el que parecía ser el repositor, un hombre de porte intimidante con barba y cabellera entrecana, abandonó la silla en donde se encontraba sentado y se ubicó cerca del centro del salón, para estudiarnos con mayor detenimiento. El maestro continuó repitiendo todos los ejercicios de cada día: suspensión en el aire, saltos a dos y una pierna, coordinación de brazos y cabeza, giros con y sin traslación, combinación de ambos, estrechat quatre, pas assemblé battu, pas jeté battu, entrechat cinq, etc. En fin, todo lo que repetimos hasta el hartazgo, cual entrenamiento deportivo para tratar de mantenernos en el mejor estado físico posible.

Agotado, ojeé el reloj dispuesto sobre una de las paredes de la sala, que indicaba que ya casi había llegado el final y que tendríamos un período de descanso. Sequé el sudor sobre mi boca con el revés de una de mis manos y me agaché para acomodar una de las polainas que solía usar en ensayos y clases y que se me había bajado. Al volver a incorporarme, vi que el maestro le hacía un gesto de asentimiento al español, que no nos había quitado los ojos de encima ni por un segundo. El anciano sonrió al recién llegado y pareció entregarle la batuta de la dirección de la compañía. Éste se presentó, dando algunos pasos hacia el grupo de bailarines y diciendo llamarse Manolo Rubio.

Manolo llevaba un rictus tenso. Aunque apenas debería estar pisando los cuarenta, su rostro aparentaba más edad. Cargaba un marcado acento ibérico y con cada gesto que hacía parecía querer marcar que no estaba allí para hacer amigos. De inmediato y sin mediar ninguna otra palabra, comenzó a hacer marcaciones coreográficas, que los bailarines debíamos imitar.

José me lanzó una mirada rápida, arqueando las cejas. Yo le respondí encogiéndome de hombros. Aquello era bastante inusual, generalmente se limitaban a observar nuestros movimientos y técnica durante los ejercicios, después hacían una pequeña reunión in situ con los directivos del ballet y deliberaban sobre quienes ellos creían más capaces de llevar adelante cada rol requerido para la obra que debía ser montada.

POR VOS MUERODonde viven las historias. Descúbrelo ahora