Ecos - 11

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La semana que siguió fue bastante complicada. Mucho trabajo, muchas horas de ensayo, y no encontraba paz ni descanso al regresar a casa.

El sábado, a pesar del agotamiento, trasnoché y descansé muy poco. Julián se encaprichó en que quería ir a una de las discos gays más populares de la ciudad. Yo detestaba ese ambiente, pero no me quedó más remedio que acompañarlo; si no lo hacía, de cualquier manera iba a salir, y únicamente Dios podía saber el estado en que terminaría. Sin mi presencia, se excedería con el alcohol y las drogas, y lo peor no era que iría a parar, con toda seguridad, a la cama de cualquiera. Sin embargo, mi mayor temor no era ese, sino que la madrugada lo encontrara tirado en la calle, donde cualquiera pudiera aprovecharse de su estado. Ya había ocurrido antes.

Además, Julián cargaba desde muy chico una depresión que encubría con violencia a veces desmedida y una vida desenfrenada, con las que trataba de disimular su tendencia a la autoflagelación y, lamentablemente, al suicidio. Varias veces, desde el inicio de nuestra relación, me había relatado todas las oportunidades en que había estado al borde de quitarse la vida en su pasado. La primera había ocurrido cuando tenía apenas trece años, la misma edad que tenía mi hermano cuando ocurrió su fatal accidente. Por esa razón, toda vez que él desaparecía yo quedaba con el corazón en la boca, temiendo siempre lo peor.

Sentía la necesidad de estar permanentemente a su lado, protegiéndolo; tratando de que no siguiera destruyéndose. Aunque eso, casi siempre, representara un precio muy alto para mí y, sin darme cuenta, terminaba siendo yo el lastimado, el que sufría las consecuencias.


Al sentarme en su sofá, la psicóloga me preguntó cómo me había sentido después de la primera experiencia con la hipnosis. Quería saber si aquello había destrabado algo en mi manera de sentir, si me sentía más liberado. Le dije que no había notado ninguna diferencia en lo que respectaba a mi día a día.

Entonces, me preguntó si me parecía bien que iniciáramos cuanto antes la regresión, para que tuviéramos más tiempo para trabajar y tratar de obtener mejores resultados que los previos.

Estuve de acuerdo.

Se levantó de su poltrona y fue hasta el armario a buscar el grabador. En el camino de vuelta, quiso saber si había tenido alguno de los sueños recurrentes durante la semana que había pasado.

—Sí, la mayoría fueron pesadillas que ya había experimentado.

Asintió, sin decir nada más.

Posicionó el walkman y se dispuso a comenzar con la hipnosis.

Repetimos el mismo proceso de la semana anterior.


—Ahora, quiero que vayamos al momento en que ese sacerdote te abofeteó —dijo—. A partir de ahí, vamos a regresar, día por día, hasta el instante en que pisaste por primera vez tu escuela parroquial. Vamos a recorrer todo ese tiempo y nos detendremos si sentimos algún tipo de contacto no debido con uno de esos adultos; algún diálogo, algún toque fuera de lugar. Cualquier indicio o acto que nos haga sentir incómodos, molestados.

Se oye un silencio en la grabación.

—¿Podemos verlo? —insistió ella, al cabo de unos minutos— ¿Hay algo que me haya hecho daño?

Yo lo negué, le dije que no había experimentado nada de eso. Pero que, sin embargo, desde el primer día de mi jardín de infantes, cuando vi a un hombre vestido con una sotana, había sentido miedo. No sabía por qué, ya que no tenía memoria de haberlos visto antes.

—Está bien —se resignó—. Entonces, vamos a ir hasta cuándo se inició ese temor. Vuelvo a esa época. La busco dentro de mí.

Pasan varios minutos en que ninguno de los dos dice palabra alguna.


—Veo caballos —digo—. Muchas carretas estacionadas en un predio. Hace calor, tengo mucho hambre. Hace días que no como. Pasa mucha gente a mi lado, pero nadie me mira. Sus vestimentas son pomposas. Quiero que me miren, necesito que me compren algo. Pero pasan a mi lado como si fuera un perro que duerme en la calle. La calle es de tierra, hay mucho polvo suspendido en el aire, es por los carruajes.

—¿Estás en Mendoza? —pregunta.

—No. Estoy en Buenos Aires.

—En Buenos Aires no hay calles de tierra.

—En esa época había.

Silencio.

—¿Qué más ves?

—Mis cuadros.

—¿Qué cuadros?

—He pintado dos cuadros sobre unos trozos de madera que encontré tirados. He pintado las lavanderas del río. Quiero que alguien los compre para poder conseguir comida y algunas de las pinturas que se me están acabando. Hace calor, tengo hambre. Parece que la estación de trenes no es un buen lugar para venderlos, yo pensaba que sí.

—¿En qué estación estás?

—En la del Ferrocarril del Sud, frente al Mercado de la Constitución.

—¿Estás en Plaza Constitución?

—No se llama así todavía.

Una nueva pausa.

María Luisa se toma un tiempo para seguir hablando; seguramente, para pensar con cuidado la pregunta que me haría a continuación.

—Y vos, ¿cómo te llamás?

—Mi nombre es Giancarlo Rossi.

—Giancarlo Rossi —repite, antes de hacer una nueva pausa—. ¿En qué año nos encontramos? ¿Podés verlo?—su voz se escucha cautelosa, como si hablara con cierto resquemor.

—Es el año 1896, lo dicen las tapas de los diarios.

POR VOS MUERODonde viven las historias. Descúbrelo ahora