Ecos - 4

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Después de quitarme la ropa de ensayo, me pegué una ducha rápida y me preparé para abandonar el teatro. Todavía no sabía cómo manejar la noticia que había recibido, aquella idea había estado dando vueltas en mi cabeza desde que la había leído. Sabía que para cualquier otra persona ese hubiera sido el día más feliz de su vida, pero yo nunca conseguía disfrutar de mis logros. La nueva responsabilidad me aterraba.

Mientras me colocaba la ropa de calle, agradecí que mis compañeros de camarín se hubieran marchado enseguida y poder disfrutar de aquel silencio tranquilizador. Tenía pocas oportunidades de estar solo y lo precisaba.

Al tomar la mochila y el celular para salir, un impulso inexplicable me hizo sentir la necesidad de llamar a Julián y contarle la novedad. Tal vez, alguna palabra suya conseguiría esclarecer mis pensamientos. Busqué su número en la agenda del teléfono y lo marqué. El tono de llamada sonó una y otra vez, lo hizo hasta caer en la casilla postal; corté cuando la contestadora me dio el tono para iniciar mi mensaje. Me di cuenta de inmediato que había sido una mala idea. Una sensación de vacío me había invadido y me sentí aún peor de lo que estaba antes de intentar comunicarme.

Miré la hora. Eran las seis y cinco.

Me pregunté qué estaría haciendo, eso me intranquilizó. Tuve el presentimiento de que estaba con alguien, de que me estaba engañando. Viéndolo desde hoy, puede parecer una locura perseguirse de esa manera por una llamada no respondida. Sin embargo, había un largo historial que respaldaba mis sospechas. Sentí como si un puño apretase mi estómago y me pregunté cuánto más podría soportar de aquello.

Tomé la bicicleta de su estacionamiento en la Plaza Vaticano, saludé con un gesto al guardia de seguridad que la cuidaba y me dispuse a pedalear hasta Colegiales, donde se ubicaba el consultorio de María Luisa.

Mientras iba recorriendo las calles del centro en dirección oeste, imágenes aleatorias de los últimos años de mi relación comenzaron a llegarme. Tantas peleas, tantas discusiones. Tantas veces lo había sorprendido mintiéndome, engañándome. Toda vez, terminaba siendo yo el culpable; por controlarlo, por querer saber qué hacía con su tiempo. Según él, era yo el que provocaba su comportamiento; lo hacía con mis inseguridades, con mis temores, con mi absurda desconfianza. Siempre, indefectiblemente, la culpa recaía sobre mí. Y yo, en mi debilidad psíquica de entonces, terminaba creyéndolo.

"Quizá, si no tuviera esta necesidad de que las cosas sucedan de la manera correcta. Si no lo quisiera todo perfecto. Tal vez, si no tuviera tanto temor a la mentira y al desprecio, todo sería distinto", pensé.

Cómo podía saberlo.


—¿Qué tal la semana? —preguntó mi psicóloga, mientras me acomodaba en el sillón de su sala.

—Normal —respondí, encogiéndome de hombros.

Ella frunció el ceño y recargó el peso de su cuerpo hacia adelante, hacia donde estaba yo.

—Tu expresión me dice una cosa y tu boca otra —señaló.

Volví a repetir el gesto con los hombros.

—A ver, contame...

Tomó una lapicera de su mesa auxiliar y la dispuso sobre la hoja del cuaderno que tenía en su regazo. Nuevamente se recostó sobre el respaldo de su poltrona, esta vez dibujó una leve sonrisa, estaba aguardando mi respuesta.

—No hay muchas novedades. En casa las cosas continúan igual, en el trabajo peor.

—¿Por qué? ¿Tus sueños?

POR VOS MUERODonde viven las historias. Descúbrelo ahora