Otros Tiempos - 10

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Aquel sábado, como todos los que no tenemos función, el trabajo en el teatro terminó temprano. Salí satisfecho del camarín, aquella había sido una jornada ardua, pero me marchaba lleno de una sensación de satisfacción por los avances que estaba consiguiendo en el rol que me habían asignado. Cada palabra de aliento del repositor o cada cosa que me parecía que no iba a poder realizar y terminaba haciendo, hacía que la confianza en mi propio trabajo se fuera afianzando un poco más. Además, después de descubrir la difícil vida de Giancarlo, comencé a sentir que si no aprovechaba las oportunidades que se presentaban en la mía, estaría actuando como un mal agradecido.

Justamente, había estado pensando en él durante los últimos dos días y, esa tarde, una idea me venía rondando y no podía sacármela de la cabeza. Caminaba por Cerrito rumbo a Plaza Vaticano para buscar la bicicleta, cuando decidí que intentaría hacer aquello que había estado conjeturando: visitar el Hotel de Inmigrantes, donde funciona el museo con los registros de aquellos años en que Giancarlo y tantos otros llegaron a mi país.

Estaba abriendo el candado numérico cuando me sonó el celular, supuse que podía ser mi madre, ya que ese día todavía no me había llamado. Miré la pantalla y vi que era Julián.

—Hola.

—Hola, ¿qué hacías?

—Estaba por subirme a la bicicleta.

—¿Venís para casa?

—No... creo que me voy a ir a dar una vuelta por Puerto Madero —dudé sobre qué excusa podía darle, ya que siempre volvía directo para el departamento—. Está linda la tarde y me gustaría aprovechar un poco el sol.

—Bueno, te encuentro allá.

—Eh... —su respuesta me desubicó—, como quieras... Si no tenés ganas, no hay problemas.

—No, sí tengo ganas, justamente te llamaba porque no quería quedarme adentro.

—Está bien, escribime cuando llegues.


El Hotel de los Inmigrantes está apenas a quince minutos pedaleando desde el Teatro Colón, por lo que pensé que me daría tiempo suficiente como para hacer todas las averiguaciones antes de que mi novio llegara y que luego aprovecharíamos juntos los parques de la zona para pasear o tal vez podíamos disfrutar de algún café en los tantísimos restaurantes que dan hacia los diques, mientras acompañaríamos la caída del sol. Sin embargo, estaba por encadenar la bicicleta, cuando recibí el aviso de que Julián ya estaba en la zona. Dudé nuevamente sobre lo que podría decirle o qué excusa inventarle para que hiciera algo mientras yo me liberaba, pero no pude mentirle, respondí el mensaje de texto explicándole mi ubicación.

Lo esperé junto a la Dársena Norte, viendo a un ferry alejarse de la costa, partiendo las aguas marrones del río rumbo a Uruguay.

—¿Qué es este lugar? —preguntó al llegar.

—Es el museo de la inmigración.

—No lo conocía.

—Yo tampoco lo conozco. Es decir, nunca entré; por eso me pareció una buena idea visitarlo cuando pasaba por el frente.

—¿Cómo viniste a parar acá? ¿No estás un poco desviado si venís desde el teatro?

—Eh... sí, pero... doblé mal en una cuadra y terminé en Retiro —su cara me decía que no lo estaba convenciendo—. Venía pensando en los ensayos. Bueno, ¿entramos?

—Está bien —se resignó—; no era lo que tenía en mente, pero vamos, te acompaño.

—Podés esperarme en algún café si querés...

POR VOS MUERODonde viven las historias. Descúbrelo ahora