Ojos Negros - 1

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Con el cuerpo sumamente adolorido y apenas con energía suficiente como para respirar, Giancarlo pensó que todo debía de tratarse de un mal sueño y que al abrir sus ojos, se encontraría en la húmeda habitación del conventillo. No lograba recordar si había terminado aquel cuadro del perfil de la ciudad recortado en un atardecer de fuego, ni tampoco si ese día era laborable y debía de ir hasta la estación o podría quedarse encerrado allí para tratar de concluir la obra que le venía al pensamiento.

Se intranquilizó por esa punzada terrible que sentía en el vientre y ese peso insoportable en el pecho que le dificultaba respirar. Intentó moverse, pero no lo logró; eso lo puso nervioso, no entendía qué sucedía. Trató de levantar sus párpados, pero le resultaban tan pesados que esa simple acción parecía una tarea imposible de llevar a cabo.

—Tranquilo, tranquilo. No debe agitarse —una voz desconocida susurraba en lejanía.

¿Quién podía ser?

¿Seguiría soñando?

Sólo quería despertar, no poder hacerlo lo desesperaba.

Entonces, sintió algo húmedo y fresco sobre su frente, parecía ser un paño o algo similar. Luego, la misma voz tratando de mantenerlo en calma:

—Shhh... Quédese quieto, por favor; no le va a hacer bien agitarse.

—Q... Q... —la voz de Giancarlo sonaba rasposa, llena de aire. Le resultaba demasiado difícil hablar.

Pudo sentir la proximidad de alguien junto a sus labios, debía de ser el joven que le había hablado antes, porque al volver a hacerlo, pudo percibir el paso cálido de su respiración sobre la piel.

—¿Qué es lo quiere decir? —lo animó.

Trató de reunir todas las fuerzas que le fueron posibles para terminar de abrir los ojos, precisaba saber qué estaba ocurriendo.

En principio, la escena se le presentó borrosa y no lograba visualizar nada en concreto, aunque al cabo de unos segundos pudo distinguir, en una cercanía incómoda, el lado derecho de un rostro casi rozando el suyo. Una oreja pegada a su boca, trataba de escuchar lo que él estuviera intentando verbalizar.

—Q... Qui... Chi sei? —balbuceó.

El rostro se alejó lentamente, incorporándose para poder contemplarlo a una prudente distancia. Aún en la nubosidad de una visión precaria, creyó percibir un gesto de asombro en el chico, que moduló su boca dubitativamente, haciendo surgir un tono grave de voz, que parecía expresar alegría por verlo despertar.

—No hablo italiano, ¿qué me pregunta usted, señor?

Con algo más de empeño, trató de focalizarse en el rostro que tenía enfrente, buscó descubrir una fisonomía familiar a medida que recuperaba la nitidez de las figuras.

Lo primero que pudo distinguir, fue un par de ojos negros grandes e intensos que lo miraban con profundidad y cierta preocupación, enmarcados por las cejas y pestañas más oscuras y tupidas que nunca había visto. Se trataba de un chico joven, de poco más de veinte años, con el cabello enrulado color azabache, que le caía levemente sobre la frente de una cara con los rasgos bien definidos, con pómulos prominentes y una delicada barbilla partida.

La segunda cosa en la que reparó, fue en su vestimenta, parecía ser un sacerdote.

¿Acaso seguía soñando y divagaba con los años que había pasado en el orfanato?

—¿Dónde estoy? —preguntó.

—Está en un hospital, señor. Tuvo un grave accidente.

De repente, todo volvió a su memoria.

Los ruidos, los golpes, los gritos desesperados, el fuego, el olor a quemado, el agua inundándolo todo. Las heridas y el dolor insoportable que le hizo perder el conocimiento. La horrorosa sensación de saberse al borde de la muerte.

Quitó la vista de ese hombre y la llevó hasta su propio cuerpo, tendido sobre una cama. Vio que tenía un brazo y una pierna enyesados, que estaba sujeto por correas, supuso que para que no se moviera.

Aún sentía un dolor agonizante y cada vez que inhalaba o exhalaba, esa sensación se incrementaba.

—Acqua... acqua, per favore.

El joven se levantó de la silla en que estaba sentado junto a la cama y se acercó hasta una mesa auxiliar, donde tomó una jarra de porcelana y vertió el líquido en un vaso de vidrio.

En la distancia, pudo ver con claridad su atuendo, sí se trataba de un cura.

Este volvió a acercarse. Le tomó la cabeza con una mano, levantándola desde la nuca y acercó el borde del vaso a su boca, humedeciéndole delicadamente los labios.

—Beba con cuidado —le dijo.

A medida que incorporaba el líquido a su organismo, Giancarlo batallaba por mantenerse despierto, pero no lo lograba. Los ojos se le volvían a cerrar.

El religioso le secó la boca con un pañuelo blanco que sacó del bolsillo de su sotana y lo contempló con sus ojos oscuros, húmedos y brillantes. Luego, apretó sus labios gruesos en silencioso gesto de cordialidad y apoyó la palma de su mano en la frente del paciente para medirle la temperatura.

El italiano quería agradecer tal cuidado, pero sentía que poco a poco volvía a perder la consciencia.

—Descanse, por favor. Ya habrá tiempo para que esté despierto.

Eso fue lo últimoque escuchó ese día. Nuevamente, el rostro aniñado de quien tenía enfrentecomenzó a difuminarse hasta perderse por completo en la negritud de un sueño insondabley vacío.

POR VOS MUERODonde viven las historias. Descúbrelo ahora