Ecos - 5

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Estaba corriendo.

El viento castigaba con violencia mi rostro, se sentía áspero, como si llevara consigo partículas de tierra o de arena, pero, sobre todo, se percibía helado. Tan frío que mi piel parecía que se iría a resquebrajar en cualquier momento.

Estaba oscuro, no tenía idea de dónde me encontraba. En la carrera, intenté buscar algún punto de referencia a mi alrededor, pero no alcancé a distinguir nada. Otra vez, me rodeaba la más aterradora negrura, aunque en esta oportunidad nada cubría mis ojos.

Mi corazón latía con fuerza, tanto, que todos mis sentidos me decían que estaba en un grave peligro. De inmediato, tuve la certeza de que algo o alguien me estaba persiguiendo, por eso huía. En ese mismo instante, también noté que, a pesar de la percepción primaria de haber estado corriendo, en realidad estaba montando un caballo. Su enorme cabeza maciza se mecía delante de mí buscando el impulso para el galope. Sus largas crines se agitaban en mi dirección cada vez que sus patas golpeaban con bravura contra la tierra, cuyo sonido resonaba y se perdía en el vacío. Me sorprendió la destreza que yo demostraba para dominar al animal, aunque mis acciones se sentían naturales, como si fueran algo que estaba acostumbrado a hacer. Nos movíamos en zigzag, tratando de despistar a nuestros perseguidores.

Grité su nombre, que ahora no lo recuerdo. Intentaba animar al caballo a que se diera prisa, a que buscara energía en su musculosa anatomía para correr aún a mayor velocidad. No escuchaba ni veía a nadie detrás de nosotros, pero algo me decía que estábamos a punto de ser alcanzados.

Sentí un dolor agudo en ambas manos, que asían en puños las riendas de cuero reseco. Era el frío, que calaba como cuchillos afilados en cada centímetro de mi cuerpo y agrietaban mis palmas.

—¡Vamos! —grité— ¡Vamos!

Y volví a agitar las dos correas con las que conducía, que golpearon sonoramente el aire.

En ese momento, me pregunté dónde estaría el hombre que aparecía siempre en mis sueños, aunque no lo sentía como a un ser imaginario o alguien a quien no conociera, por el contrario, al pensar en él, tenía la certidumbre de estar pensando en el ser más próximo a mí sobre la faz de la Tierra. Al evocarlo, me invadía el sentimiento claro de necesitarlo. Al igual que toda vez que nos sentimos en peligro imploramos por la presencia de quien sabemos que puede protegernos, yo quería que él viniese en mi rescate. Quise llamarlo a viva voz, pero no conseguí recordar su nombre. Eso me desesperó. No era posible que no me acordara, se sentía alguien tan próximo, tan presente.

De repente, el animal detuvo su corrida. La inercia con la que veníamos, me hizo perder la estabilidad y provocó que mi cuerpo siguiera su trayectoria hacia adelante. Sentí mi cuerpo despegarse de la montura y elevarse en el aire. Con la fuerza del desespero que provocan las situaciones límite, estiré los brazos y me aferré como pude del pescuezo del caballo, que relinchó en el mismo segundo en que mi pecho golpeó contra él. Nuestras respiraciones sonaban al unísono, agitadas, nerviosas. La condensación de nuestras exhalaciones, cortas y rápidas, formaba un vapor blancuzco que se desprendía de nuestras bocas y subía rápidamente en busca del cielo. Era el resultado de la temperatura extrema que nos azotaba, que parecía capaz de matarnos si seguíamos expuestos por mucho más tiempo.

Sin embargo, nos quedamos inmóviles en ese mismo sitio. Ambos estábamos muy cansados, pero también sabíamos que estábamos en peligro.

Una luz potente llamó mi atención, más adelante.

Era la luna.

Un disco brillante y perfecto que pendía desde un telón apagado, oscuro, sin vida. No la había notado antes, aunque su presencia parecía ahora algo imposible de no haber sido visto.

Un rugido feroz y ensordecedor sonó de repente.

De alguna manera, supe que eran olas que golpeaban con violencia contra una pared impenetrable de piedra, justo debajo de nuestros pies. Busqué con la mirada y vi que estábamos al borde de un acantilado. Nos habíamos detenido justo antes de caer. Un paso más y nos hubiéramos precipitado más de cien metros hasta las profundas y heladas aguas del océano, que se agitaban con enojo mientras se estrellaban incesantemente contra la barrera irregular que formaba aquel despeñadero.

En la lucidez inexplicable que a veces se tiene en los sueños, supe que no tenía salida, que en cualquier momento me alcanzaría aquel peligro inminente, que no había visto, pero que podía sentir en cada célula, con cada sentido.

Tan súbitamente como había aparecido, el sonido bravío del mar se acalló. Ya no escuchaba nada más que el viento silbando al rozar los lóbulos adormecidos y dolientes de mis orejas. Noté, entonces, el mismo dolor punzante en las plantas de mis pies. Ya no estaba sobre el caballo, había desaparecido. Mis pies descalzos se hundían dos centímetros en una capa de nieve blanda y fresca. Mis labios temblaban, al igual que todo mi cuerpo. Una sensación contradictoria de rigidez y de urgencia había comenzado a entumecer mis músculos, reptando como una serpiente que se arrastraba desde abajo hacia arriba.

Frente a mí, había huellas marcadas en la nieve que se alejaban en sendas hileras hasta ser devoradas por la densa oscuridad. Podrían haber sido mías, pero sabía que no lo era así. Eran de alguien que se había alejado y que yo quería que regresara. Sentí el impulso de correr y seguirlas, pero no podía moverme, todo se ralentizaba.

El barranco seguía tras de mí, quería alejarme, pero no podía.

Continuaba en peligro, aunque mi corazón ya no latía con la misma premura. Se iba apagando, poco a poco. Al igual que mis ojos, que se esforzaban por cerrarse.

Un haz de luz se desprendió de la luna. Al igual que un foco en un teatro, fue trazando una cortina vaporosa que iba descubriendo lentamente el camino recorrido por las huellas, que se adentraban en un edificio de madera, que había quedado destacado en la negrura, al igual que un actor parado en medio de un escenario. La cruz en el remate de su campanario, me indicó que se trataba de una capilla. Una tenebrosa capilla, cuyas maderas roídas y sueltas formaban ventanas que parecían ojos enfurecidos y cuyas puertas se abrían cual fauces de un chacal rabioso y hambriento.

Tenía miedo.

Estaba aterrado.

Era esa construcción la que me había estado persiguiendo. En mi ensoñación, eso no carecía de lógica.

Decidí enfrentarla, no tenía más remedio.

Parecía que respiraba. Semejaba un animal agazapado, a punto de atacarme.

Una figura humana apareció en medio de la boca abierta. En principio, pareció sólo una sombra, pero cuando dio dos pasos hacia adelante, la luz de la luna lo alcanzó y pude distinguir su rostro. Era el hombre que había estado buscando. El joven que aparecía en casi todos mis sueños. Sus ojos parecían suplicantes, estaban llenos de lágrimas. Me miraban con la expresión de quien se ha resignado a un destino fatal e inevitable.

Traté de alcanzarlo, pero seguía sin poder moverme.

Su cabeza se movió con lentitud hacia un lado y hacia el otro. Estaba negando, aunque no entendí lo que quería decirme.

Repentina e ilógicamente, el viento cambió de dirección. Ya no venía desde el mar, me embistió con poder incontenible desde adelante.

La capilla se deshizo en un millón de tablas de madera que volaron por los aires.

La luna se apagó.

Ya no podía ver al hombre.

Uno de los escombros me alcanzó a la altura del esternón, empujándome con brutalidad hacia atrás. La sensación de la nieve bajo mis pies despareció. Estaba cayendo por el despeñadero.

Caía y caía.

Veía cómo el mar se iba alejando a medida que descendía.

Cuanto más trayecto recorría, las aguas más se hundían.

Quise despertar, pero no pude.

Volví a desesperarme.

 Supe que seguiría cayendo. Por siempre. Que debería vivir en perpetuidad con la agonía de saberme al borde de la muerte, pero sin poder morir realmente.

POR VOS MUERODonde viven las historias. Descúbrelo ahora