Otros Tiempos - 7

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Al llegar al coche comedor, uno de los empleados del servicio le impidió el paso.

—El restaurante para los de su clase está del otro lado —le dijo, lanzando las palabras con el mayor tono de desprecio posible.

Giancarlo se sintió tan humillado que comenzó a tartamudear y notó que de pronto se le había olvidado el apellido de los señores.

—¡Señor Rossi, estamos aquí! —lo llamó Teresa.

Aunque le cedió el paso, el camarero continuó mirándolo con la misma actitud de asco que había dibujado desde que fijó sus ojos sobre el joven artista, quien ya había pasado por situaciones similares durante toda su vida y había anhelado que en América las cosas pudieran ser diferentes; sin embargo, desde su arribo se había sentido aún más marginado; allí no sólo era pobre, sino también un recién llegado a un país pujante y rico proveniente de uno de los países más hambreados y menospreciado del Viejo Continente.

—¿Qué era lo que sucedía? —preguntó la señora cuando él ocupó el lugar en la mesa que ella le señalaba amablemente.

—Creo que me vio cara de ladrón o algo así, porque no me permitía pasar.

Teresa sacudió su cabeza con indignación y echó una mirada rabiosa hacia el camarero.

—No es culpa de ellos, han sido educados para disgregar a sus propios pares —lo disculpó Giovanni.

—Tal vez sea porque mis ropas están algo desgastadas, es comprensible —agregó Giancarlo.

—Mire, estimado maestro coterráneo —respondió el hombre—, si hay algo que he aprendido en todos estos años de tratar con gente que se cree superior a los demás, es que hay que darles un poco lo que ellos quieren, parecer un igual, para poder vencerlos desde adentro.

—Disculpe, señor, ¿a quién hay que vencer? —dudó Giancarlo.

—A tanta gente... Pero principalmente a los que se aprovechan de la necesidad de los que menos tienen y los explotan. Hay que aprender de los franceses, que desde hace cien años tomaron la delantera, haciendo rodar cabezas.

—Si me permite, señor, no creo que la violencia sea una solución para ninguna cuestión.

—No me diga que usted apoya a Humberto...

—¿El rey? ¡Claro que no! Creo que deberíamos poder elegir a quienes nos gobiernan, como sucede aquí, y también poder controlar sus acciones para poder cambiarlos.

—Pues bien, a eso me refiero. Ya no somos egipcios para estar creyendo que los reyes son seres divinos, justos e infalibles. Por eso, uno que tiene la capacidad de darse cuenta de lo que está mal, debe aprovechar la situación en que ha nacido y encontrar la debilidad desde dentro del caldero mismo del poder, cual caballo de Troya.

—¡Y aquí, ahora, ha asumido nuevamente Roca! —se indignó Teresa—, ¿puede usted creerlo? Lástima que las revoluciones contra su régimen hayan fracasado en la década pasada.

Un matrimonio de gente mayor que parecía entender el idioma italiano en el que mantenían la conversación y que cenaba en una mesa contigua, los miró de la misma manera en que el empleado de la puerta había mirado al pintor momentos antes. Los tres se percataron de la actitud hostil de sus vecinos, por lo que Teresa levantó su copa de vino hacia ellos y les sonrió irónicamente.

—Qué bueno que en Europa algunas mujeres nos hemos acostumbrado a opinar de política en público, ¿verdad?

—Teresa, por favor, no te pongas a su altura; estás haciendo lo contrario de lo que venimos hablando que hay que hacer, debes mostrarte amistosa y darles la facada cuando menos lo esperan.

POR VOS MUERODonde viven las historias. Descúbrelo ahora