Otros Tiempos - 6

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Nicanor y Giancarlo ocupaban dos asientos enfrentados, con un lugar libre al lado de cada uno. "Para que puedan viajar más cómodos", había dicho la señora.

Desde su ubicación, el joven podía ver los dos andenes que en ese entonces tenía la que más adelante sería llamada Estación Constitución, por entonces del Ferrocarril del Sud. No había mucho movimiento, dado que los guardas de la empresa inglesa pedían a los pasajeros que fueran abordando a medida que llegaban a la formación. Bajo ningún motivo se podía salir con atraso.

El chofer no era un hombre de muchas palabras, apenas se había limitado a pedir permiso para colocar una pequeña maleta en el portaequipajes que se disponía arriba de las ventanillas y, desde hacía diez minutos, miraba hacia afuera con el rostro carente de cualquier expresión.

Giancarlo ladeó su boca y, soltando con aburrimiento el aire por la nariz, recorrió el lujoso vagón de asientos tapizados con terciopelo, pesadas cortinas al tono enmarcando las ventanas, candelabros de cristal colgando desde el techo, y lustrosas paredes de madera decorada. Se vio rodeado de todas esas personas que lucían con tanta elegancia sombreros y ropa cara y se aseguró que pronto se sentiría más cómodo entre ellos.

"Ya no seré como un cerdo embarrado entrando en una tienda de cristales".

Afuera se oyó el chiflido estridente de un silbato y el grito de un hombre anunciando la partida. De inmediato, sonó la bocina de la locomotora y un sacudón indicó que el tren se ponía en movimiento. El flemático Nicanor sacó un reloj del bolsillo de su saco y sonrió con satisfacción al cotejar la puntualidad del servicio. Al volver a guardarlo, cruzó la mirada con la de su joven acompañante que lo observaba con disimulo.

—Tenemos largo viaje por delante —dijo.

—¿Cómo se llama el lugar al que vamos? —preguntó con timidez el italiano.

—La estancia de los señores se llama San Jacinto.

—Oh... ¿y el nombre de la estación donde bajaremos?

—La finca tiene su propia parada, dado que el pueblo más cercano queda a varios kilómetros, seguramente nos esperarán allí varios criados con dos coches o más, como es de costumbre.

—Nunca oí que una estancia tuviera su propia estación de trenes.

—Es más bien una pequeña parada, no llega a ser una estación. Vea usted que cuando los ingleses negociaron con el señor para que las vías pudieran pasar por sus tierras, el amo exigió la construcción del andén y la del edificio de espera. El convoy sólo se detiene allí cuando alguien de la casa principal viaja, sino sigue de largo y cruza por parte del territorio de los campos de la familia.

Giancarlo pensó que moría de ganas de ver tanta grandilocuencia, deseaba preguntar más, saberlo todo sobre el lugar, las costumbres, conocer algo más sobre los señores. ¿Serían esas personas tan ricas como parecían?

En cuanto al campo, ¿acaso era cierto todo lo que le había contado en el orfanato la joven monja cuando él era apenas un niño?

El vagón se sacudió de pronto, por lo que el artista miró a través del vidrio y vio que estaban pasando por un puente de acero que se extendía sobre el Riachuelo, más allá podía observarse la tarde cayendo sobre los techos de un miserable caserío que parecía interminable.

—¿Cuánto demoraremos en llegar? —quiso saber.

—Si todo sale bien, serán unas doce horas.

Pensó que podría dormir la mayoría de ellas y con eso tratar de engañar al tedio.


La luz del sol se fue diluyendo justo cuando se empezaban a distinguir las amplias planicies pampeanas. Giancarlo, que estaba ansioso por contemplar el inacabable terreno, apoyó su cabeza contra el vidrio y se dormitó pensando en que debía esperar apenas un día más para conocer el paisaje que tantas veces había delineado en su mente. Se sintió satisfecho al considerar que, además de los retratos de la señora y los familiares, buscaría el tiempo para pincelar bucólicas escenas campestres.


Una mano le rozó el hombro y, al abrir los ojos, vio que un hombre de impecable traje azul y gorra ferroviaria estaba tratando de despertarlo, miró hacia el asiento de enfrente y vio que Nicanor se había marchado.

—¿Es usted el señor Rossi?

—Sí, sí; soy yo —respondió con voz dormida.

—La señora Casares de Durando gustaría de saber si sería usted tan amable de acompañarla a ella y a su señor esposo durante la cena de esta noche en el coche comedor.

—Claro, ¿cuándo debería ir? ¿Y dónde queda ese coche?

—Ya lo están aguardando. Pasa usted el siguiente vagón Pullman, los tres de camarotes y luego encontrará el comedor de primera clase. Es hacia ese lado, si va para el otro llegará al de la clase turista.

—No me perderé, muchas gracias.

—¿Desea usted que lo acompañe?

—No está bien, le agradezco.

Esperó a que el guarda se hubiera marchado y se levantó para dirigirse al recinto donde lo esperaban. Abrió el portaequipajes para llevar consigo su bolso, pero vio que el chofer había dejado allí su maleta, por lo que supuso que la gente de dinero no andaba cargando sus cosas por todos lados por miedo a que los roben. Indeciso, volvió a cerrar la tapa y dejó sus pertenencias en donde estaban.

Empezó a caminar por sobre la alfombra del pasillo acompañando con su cuerpo el bamboleo incesante del tren. Imaginó que la señora querría comenzar a idear los motivos que usarían para las pinturas. Se sintió algo nervioso, la última vez que había hecho un retrato por encargo había sido unos cuatro años atrás y, entonces, podía recurrir cuando quisiera a los consejos de su maestro. Mientras pasaba al siguiente vagón, se prometió que todo saldría bien, recordó lo amable que el matrimonio Durando había sido con él desde que se los había cruzado más temprano y consideró que ya era hora de que el destino comenzara a inclinar el tablero a su favor.

Estar allí era un buen indicio de ello.

POR VOS MUERODonde viven las historias. Descúbrelo ahora