Otros Tiempos - 2

82 16 9
                                    


Al terminar la regresión de aquel día, María Luisa y yo tuvimos una breve charla sobre lo que había sucedido, no pudimos explayarnos mucho porque se nos acababa el tiempo. Antes, al igual que había hecho la semana anterior, por sugestión poshipnótica, me había pedido que recordara cuanto había dicho mientras estaba "ausente".

Ella se mostraba entusiasmada con lo que había escuchado; yo, sin embargo, me sentía algo consternado.

Todos hemos oído hablar sobre vidas pasadas, pero de ahí a tomarlo en serio hay una distancia enorme y, en mi caso, no era algo que realmente creyera que fuera posible. Todavía tenía demasiadas dudas sobre el asunto. Según mi psicóloga, había vivido un par de experiencias similares con otros pacientes, y que, aunque lo había intentado con muchos más, muy pocas veces había conseguido resultados satisfactorios. También, observó que, según ella, algo de mi vida pasada estaba pidiendo a gritos ser revelado. Me preguntó si estaba dispuesto a incrementar las sesiones a dos semanales, porque quería buscar exhaustivamente lo que fuera que me estaba llamando. Me animó a que le dijera que sí, ya que me aseguraba que mi vida presente mejoraría considerablemente con el tratamiento.


Monté en mi bicicleta rumbo a casa, sintiéndome ausente, como ido; es decir, estaba ahí: veía a los autos, me detenía en los semáforos en rojo y esquivaba a los peatones que se me cruzaban en mitad de la calle, pero mi mente parecía flotar en otra dimensión, en ese otro tiempo en el que, supuestamente, había vivido.

¿Acaso era eso posible?

¿Eran realmente recuerdos de otra vida lo que estaba narrando, o sería el resultado de una mente fantasiosa que había leído demasiado y que era capaz de fabular convincentemente?


En el edificio donde vivía, el sector destinado a guardar las bicicletas estaba en el subsuelo, junto a los depósitos de agua y las bauleras de todas las unidades. Cada propietario le da a ese minúsculo espacio la utilidad que mejor le pareciera; yo, como la mayoría de los porteños, guardaba allí todo lo que no usaba en mi día a día. Acumulaba desde ropas de otras estaciones del año, a trajes de ballet de uso infrecuente, hasta documentos antiguos, cosas con desperfectos, cajas vacías; en fin, que todo lo que no quería tener en el diminuto apartamento en que vivía, lo condenaba al frío y a la humedad de ahí abajo.

Mientras aseguraba mi bici con el candado numérico, me acordé que en algunas de las tantas cajas acumuladoras de objetos de la baulera debía tener guardado mi antiguo walkman Sony. Después de mucho revolver, primero por ese aparato, después por un par de pilas de la medida correspondiente, saqué de la mochila el casete que María Luisa me había entregado y me senté en el helado piso de cemento alisado para poder escucharlo con la tranquilidad y en la soledad que siempre reinaba en ese rincón escondido de la edificación.


Al terminar de escuchar por segunda vez la grabación de ese día, volví a sumirme en el mismo estado de incredulidad que había tenido casi dos horas atrás y me repetí otra vez más la misma pregunta que había estado haciéndome desde entonces: ¿sería todo eso cierto?

Me quedé un largo rato allí, en silencio e inmóvil, analizando las diferentes posibilidades, sin poder terminar de convencerme de nada.

De repente, uno de esos recuerdos que creemos olvidados llegó repentino a mi mente.

Cuando tenía diecisiete años, el último que conviví con mis padres, hice un viaje con ellos, que, a la luz de los acontecimientos, cobraba una especial importancia que no había sabido ver en aquel momento. Ni bien puse un pie en el aeropuerto de Fuimicino, me sentí como en casa. Luego, algo de cada lugar que fuimos recorriendo en ese país me hizo sentir acogido. Nunca, en los veinticinco días que duró nuestra travesía, me sentí un extraño, un extranjero que visitaba por primera vez una tierra distante. Lo más raro fue que conseguía comprender perfectamente lo que las personas me decían en italiano, sin nunca haber tenido contacto previo con el idioma local. Mi madre lo atribuyó a que me había mandado a estudiar inglés siendo muy pequeño, "se te agiliza el cerebro para comprender otras lenguas", aseguraba. Lo cierto, era que esa cualidad inesperada nos ayudó mucho en el recorrido por la península y que, con el correr de los días, se me fue haciendo fácil también hacerme entender, no llegué a hablar la lengua de Da Vinci, pero había adquirido suficientes vocablos como para comunicarme con comodidad.

Recuerdo haberlo conversado con ellos durante una cena en Florencia.

—¿No les pasa que se sienten como si estuvieran en su propia tierra?

Mis padres se miraron divertidos.

—Puede ser, pero lo mismo me pasó en España —aseguró mi papá.

Mi ascendencia familiar, tanto por parte de padre como de madre, es cien por ciento española. Sin embargo, yo no me había sentido de esa manera tan particular al visitar la Madre Patria.

—No sé... a mí, es la primera vez que me pasa —expliqué.

—Es que nuestras costumbres son muy tanas —intervino mi mamá—. Nos juntamos los domingos para comer pasta, la pizza, las milanesas, la nonna, el Vaticano. Nos han criado casi como italianos viviendo en Sudamérica.

Y un poco de eso es verdad, por lo que di por concluido el asunto. Después de todo, no era más que otro tema pasajero de una charla sin sentido.

Sin embargo, y ese era el recuerdo que había vuelto esa tarde cuando estaba sentado en el piso de la baulera, dos semanas más tardes, algo muy extraño iba a suceder.

Habíamos salido a recorrer Roma y después de visitar el Coliseo, fuimos caminando por la Via del Fori Imperiali hasta la Piazza Venezia y nos topamos con el imponente Monumento a Vittorio Emanuele II. Como todo turista, nos aventuramos a subir esas interminables escaleras de mármol blanco, a acercarnos a las incontables estatuas, a sacarnos cuanta foto se pudiera y a disfrutar de las increíbles vistas romanas desde ahí arriba. Luego, decidimos visitar el museo a la Unificación de Italia, en la cima de dicho monumento, pasando por las colosales columnas corintias. Nos tomamos nuestro tiempo para recorrer cada rincón del llamado Altare della Patria y, cuando vimos que ya no había más nada para ver, decidimos seguir con nuestra caminata previa. Entonces, no me acuerdo muy bien cómo, pero descendiendo por uno de los costados del gigantesco monumento, nos topamos con el Museo Nazionale dell'Emigrazzione Italiana. No parecía gran cosa, pero algo me llevó a pedirle a mis padres que entráramos. Sentí curiosidad, aunque esa parte de la historia nada tenía que ver con nosotros, que proveníamos de la otra gran península europea.

Lo que pasó fue inexplicable y hasta hoy mi madre lo recuerda con sorpresa. No pude parar de llorar desde el mismísimo instante en que nos adentramos en aquel lugar. Cada fotografía, cada carta, cada documento, cada pequeño objeto que se exhibía para intentar contar los años de masivas migraciones desde Italia hacia, principalmente, América, me llegaba de un modo que no tenía forma de describir. Mamá llegó a asustarse, porque la congoja que me había invadido era tal, que demoró varios días en abandonarme.

Recuerdo, incluso, que, al no poder explicar lo que sentía, me excusé diciendo:

—Es que, en esa época, se partía para siempre. Una vez que te ibas casi no había vuelta atrás; y tardabas meses en llegar de un punto a otro, no como ahora que te subís a un avión y en doce horas llegás. Entonces, cuando decidías irte, era como si terminara una vida y comenzara una nueva.

Pero, ¿cómo sabía yo aquello?

¿De dónde había sacado tales conceptos si siempre había vivido en mi propio país?

Como todo, el tiempo fue pasando y aquella anécdota se perdió en los intrincados laberintos de mi cerebro. Hasta esa tarde, en que volvió como una revelación hasta mí, diciéndome: "ahora sabés por qué te pasó aquello; ahora tenés frente a vos la explicación".

¿Era realmente así?

¿Había sido yo también un inmigrante italiano de finales de siglo diecinueve?

¿Recordaba mi alma el doloroso desarraigo y la pérdida terrible que representa dejar atrás la tierra que nos vio nacer?

Y si así era, ¿qué había sido de la vida de ese joven italiano que se aventuró a cruzar la inmensidad de un océano buscando cumplir el sueño de toda su existencia?

¿Por qué sentía, de pronto, de nuevo, esa tristeza y esa melancolía tan grande que había encontrado en Italia?

¿Era de aquella época también el hombre que se me aparecía en todos y en cada uno de mis sueños? ¿Quién había sido él?

Eran demasiadas dudas y necesitaba encontrar con urgencia las respuestas a todas ellas.

De repente, sentí que no sería capaz de esperar hasta mi próxima sesión de terapia. Los pocos días restantes hasta que llegara el lunes, se me iban a hacer interminables.

POR VOS MUERODonde viven las historias. Descúbrelo ahora