Otros Tiempos - 8

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Después de la cena se extendieron en una animada sobremesa hasta bien entrada la noche. Tal como había anticipado Giovanni, Nicanor no volvió, lo que hizo que Giancarlo se sintiera más a gusto únicamente en compañía del matrimonio, que se mostraba sumamente amigable y fácil de tratar. Él no sabía si era debido a la proximidad de sus edades o, tal vez, a la manera de pensar tan progresista que exponían, pero nunca se había sentido tan a gusto rodeado de personas de una clase social superior a la suya.

Durante esa conversación, se enteró de que Teresa tenía dos hermanos varones, uno mayor y otro menor que ella y que su marido no poseía ninguno.

Después del postre y de un pequeño pocillo de café que cada uno de ellos bebió, el hombre consultó la hora con su esposa e invitó al artista a acompañarlo hasta su camarote para que se probara y eligiera las prendas que usaría a partir de esa misma velada.

Teresa sacó un cigarrillo de una cigarrera de plata que portaba en su bolso de mano, lo encastró en una boquilla de marfil y les pidió que no demoraran, que se quedaría allí esperándolos para dar el visto bueno o la reprobación a la nueva apariencia del joven.

Los dos hombres abandonaron el comedor y se adentraron por el angosto pasillo del primer vagón, cuidando de hacer silencio, ya que la mayoría de los pasajeros dormía del otro lado de la fina pared de madera.

—Es en el próximo coche —susurró Giovanni.

Giancarlo, que para esa altura ya no titubeaba en hablarle a los señores de tú y en llamarlos por su nombre, se sintió de todas maneras un poco avergonzado por la "caridad" que sentía que estaba a punto de recibir.

Al entrar al dormitorio, vio que era más espacioso de lo que había imaginado: paredes y techos de madera barnizada, una cama que parecía bastante cómoda, un pequeño baño, un maletero y guardarropas, un par de espejos, lámparas de cristal y hasta una mesa con dos sillas y un par de poltronas.

—Es como en los barcos —observó.

—De bastante menor tamaño; por eso, con Teresa preferimos viajar cada uno en el suyo. Es mucho más cómodo.

—Me imagino...

El pintor recordó las mugrosas literas en las que había vivido hasta llegar hasta Buenos Aires, un espacio que compartió con un montón de otra gente y en la que pensar en comodidades, parecía un lujo abstracto.

Giovanni abrió una pequeña puerta, que también funcionaba como espejo de cuerpo entero, y sacó cuatro perchas con una muda completa de ropa dispuesta en cada una. Las arrojó sobre la brillosa manta que cubría la cama.

—¿Te gustan? —preguntó.

—Sí, Giovanni. Por supuesto.

—Pruébatelos. Yo creo que tenemos la misma talla.

El hombre bajó la mirada hasta el calzado del otro, unas alpargatas que lucían tan desgastadas que parecían estar a punto de deshacerse; buscó en el clóset dos pares de zapatos y unas botas, que colocó muy cerca de los pies del chico.

—Señor, ese calzado se ve muy caro.

—Nada de señor. Y el valor de las cosas no tiene importancia. Queremos dar una excelente impresión, ¿o no? —le guiñó un ojo.

"El valor de las cosas no tiene importancia cuando a uno le sobra el dinero; porque cuando uno no lo posee, parece que no hay nada más trascendente que el costo de lo que se necesita para sobrevivir", pensó el pintor.

—Anda, cámbiate —lo animó.

—¿Aquí?

—¿Te da vergüenza? Si lo deseas te dejo solo y regreso cuando te hayas probado todo.

POR VOS MUERODonde viven las historias. Descúbrelo ahora