Ecos - 7

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Había pasado una hora y ni noticias de Julián.

Otras dos veces me había cortado el teléfono. No quería insistir más, sabía que eso sólo conseguiría empeorar las cosas.

Me acerqué hasta la PC y busqué allí alguna pista de donde se podría haber metido. Nada. Había cerrado su cuenta de Facebook y se había deslogueado del MSN. Revisé la carpeta de archivos recibidos y tampoco había indicio alguno.

La papelera estaba vacía.

Cierta sensación de impotencia me embargó. Estaba casi seguro de que había sido muy cuidadoso en cubrir cualquier rastro que pudiera inculparlo.

Miré a través de la ventana del balcón hacia la calle, como si hubiese estado buscando algún pensamiento que echara algo de luz sobre aquel sentir tan oscuro que me llenaba.

Ojalá, en ese momento, hubiese sido capaz de darme cuenta de lo equivocado que estaba toda aquella situación, de que era tan grave mi búsqueda, casi desesperada, de evidencias que pudieran corroborar mis sospechas, como todo lo que él estaba haciendo.

Viéndolo desde hoy, puedo comprender que cuando el amor lastima de esa manera, ya ha dejado de ser un amor sano, para convertirse en algo que va envenéndonos poco a poco y que, por más que uno se desespere por querer retenerlo o curarlo, ya es muy difícil la vuelta atrás. Lo único que uno consigue es ir muriendo día tras día, hasta que termina convertido en apenas una sombra de lo que alguna vez ha sido. Una versión lastimada y oscura de nosotros mismos.

Si tan sólo lo hubiera sabido entonces.


Volví a consultar el reloj y vi que otra hora, que parecía veinticuatro de ellas, había transcurrido. Ya había caído la noche y supuse que la mayoría de la gente se encontraría cenando. A mí, toda aquella situación me había quitado por completo el apetito.

Saqué la ropa húmeda del día de ensayo de mi mochila y la coloqué dentro del cesto que acumulaba las prendas que había para lavar.

Busqué el recipiente vacío en el que había llevado mi almuerzo. Al hacerlo, encontré el DVD que nos habían dado en el teatro para que veamos y estudiemos.

Sin saber qué más hacer, volví al sofá, tomé el control remoto del reproductor y coloqué el disco para ser visto.

La calidad de la imagen no era demasiado buena ni nítida. Por su textura, parecía haber sido transferida desde un VHS.

Lo primero que apareció en la pantalla fue un grupo de bailarines con mínimas prendas color piel, de espaldas al público, avanzando hacia el fondo del escenario, imitando una cámara lenta.

No había música.

Entonces, una voz profunda, de claro acento español, comenzó a recitar lo que parecía un poema:


Estoy continuo en lágrimas bañado,

rompiendo el aire siempre con sospiros;

y más me duele no osar deciros

que he llegado por vos a tal estado.


Una melodía ancestral, que me transportaba hasta un tiempo lejano comenzó a sonar y, con ella, una bailarina se desprendió del grupo y comenzó a contornear su cuerpo con el inconfundible lenguaje de la danza contemporánea.

Sin embargo, algo había robado mi atención de lo que ocurría en la pantalla.

Aquellas palabras.

Nunca las había oído y, sin embargo, parecía que mis pensamientos iban adivinándolas antes de que cada sílaba pudiera ser escuchada.

¿Dónde las había aprendido?

"Seguramente, será algo que estudiamos en la escuela", pensé.

La danza y la música continuaron su curso en la TV, aunque recién volví a ellas después de un tiempo, cuando aquella voz retomó su recitado:


Canción, yo he dicho más que me mandaron

y menos que pensé;

no me pregunten más, que lo diré.


¿Qué texto era ese?

¿Por qué me provocaba esa melancolía?

¿De dónde venía esa tristeza?

Una extraña sensación de aromas y de pertenencia me había ido llenando al ir escuchando el recitado. Al igual que un simple y efímero olor puede transportarnos hacia algún punto de nuestro pasado, ese conjunto de vocablos me remitía hacia algo, que, sin embargo, no conseguía dilucidar.

"Ya lo voy a recordar", me dije.

La obra continuó y, mientras la veía, mi mente seguía trabajando en busca de más pistas que me sacaran de tan grande intriga.

Cambio de vestuario, cambio de bailarines; bellos movimientos y melodías se fueron sucediendo por casi media hora. Y, con ellos, más palabras, más poemas.

Me convencí de que al terminar de ver el video iría a Internet a buscar la procedencia de tales textos, que me causaban un estado extraño, contradictorio.

Pero, entonces, el último poema, justo antes del final, llegó:


En esto estoy y estaré siempre puesto;

que aunque no cabe en mí cuanto en vos veo,

de tanto bien lo que no entiendo creo,

tomando ya la fe por presupuesto.


Yo no nací sino para quereros;

mi alma os ha cortado a su medida;

por hábito del alma mismo os quiero.


Cuanto tengo confieso yo deberos;

por vos nací, por vos tengo la vida,

por vos he de morir, y por vos muero.


Mis ojos estaban húmedos y temblorosos.

Mi corazón golpeaba dentro del pecho de una manera que no lograba comprender. Había repetido aquellos versos de memoria y estaba seguro de que nunca los había dicho antes.

Sentí aquello como una epifanía. Como si se hubiera tratado de mi más pura verdad. Una verdad oculta, que no había conseguido descubrir hasta ese preciso instante.

Se me había erizado la piel.

Tenía las manos heladas y una sensación de vacío en el estómago.

Mi rostro estaba surcado por lágrimas silenciosas que no cesaban de caer. Y no comprendía el por qué.


—Por vos nací, por vos tengo la vida, por vos he de morir, y por vos muero —repetí.

POR VOS MUERODonde viven las historias. Descúbrelo ahora