Todo era oscuridad. Todo negrura. Escuchaba el sonido del viento colándose entre las ramas, algún pájaro lejano soltando su trino a la bastedad de la pampa. Lo demás era silencio. Un silencio tenso, cargado de sensaciones contradictorias. No entendía muy bien lo que sucedía, aunque algo de mí parecía comprenderlo. No podía moverme. Tenía las manos amarradas entre sí, por detrás de mi espalda. Una sensación urgente me apelaba a liberarme y a salir corriendo de donde me encontraba. Sin embargo, era inútil. Sabía que lo era. Debía seguir allí, sentado sobre aquella pequeña superficie, dura e incómoda. Se me dificultaba la respiración, parecía que algo cubría todo mi rostro y no me permitía completar ese simple ejercicio. Sin embargo no era así, podía sentir la humedad del aire rozando la comisura de mis labios; aunque el interior de mi boca estaba tan seco, que la lengua, al buscar saliva, se pegó en la pared curva de mi paladar.
Quería ver, pero no podía. Algo sí me tapaba los ojos. Parecía ser un paño, un trozo de tela, vieja y rústica, que raspaba mi piel y que olía a podrido. Llevaba el olor de la muerte. No estaba jadeando ni sollozando, pero sabía que lloraba. Únicamente yo conocía aquel llanto silencioso que me desbordaba incontenible, nadie más podía verlo porque el tosco algodón de la venda absorbía esas lágrimas con la voracidad de un animal sediento, impidiéndoles escapar de su celosa prisión. Volví a esforzarme por focalizar algo con la vista, aunque más no fuera alguna silueta, una sombra. Necesitaba que un poco de luz se filtrara por aquel tejido mugriento. Pero todo continuaba apagado. Como si se tratara del más absoluto vacío, que semejaba adentrarme en alguna dimensión que yo no conocía, pero que, al mismo tiempo, me resultaba familiar y que, de cierta manera, esperaba.
De repente, un estruendo me ensordeció. Sentí una quemazón lacerante abrirse paso desde mi vientre hacia mi interior. Ardía. Dolía. Un millar de punzadas desgarraban mi carne, como si los dientes de una jauría de perros hambrientos estuviera alimentándose de mis vísceras. Mi cuerpo se arqueó como el gajo de un árbol al quebrarse, vencido por el tiempo y por el peso de su propia existencia. Caí de rodillas, me encontré con la inflexibilidad de una superficie que me aguardaba, cercana. Era tierra. Pude darme cuenta al sentir el sabor amargo y metálico del polvo en el momento en que mi cara también se topó con ella. Algo viscoso, tibio y húmedo llegó reptando hasta acariciarme el lado del rostro que yacía contra el suelo.
Poco a poco, todo ímpetu fue abandonándome. El dolor también lo hizo. La sensación no era de tristeza o de pérdida; por el contrario, era más bien liberadora. Intenté tomar aire. Al hacerlo, escuché el sonido ahogado de su paso al querer encontrar mis pulmones. Algo le entorpecía la llegada a destino. Entonces, una mezcla de tos y de arcada intentó abrirse camino. Tampoco pudo. Mi respiración se apagaba. Dentro de su clausura, intenté cerrar los párpados, me entregaba. No recuerdo si llegué a conseguirlo. En ese instante, la oscuridad renegrida en que había estado sumido, comenzó a dar lugar a cierta albura, que fue haciéndose más y más fulgente, hasta convertirse en una luz enceguecedora y cálida que me envolvía. Ya no sentía la aridez de la tierra reseca raspar mi mejilla. Tampoco el peso de mi cuerpo, que apenas un segundo atrás parecía ser de una tonelada, desparramado contra el piso duro. ¿Flotaba? Podía ser. Aunque, en ese ambiente velado en que me encontraba, no parecía haber arriba o abajo. No había dimensiones.
Nunca había sentido esa sensación tan certera de ser, sin que fuera necesario estar en ningún lado.
De pronto, visualicé aquel rostro. El mismo de siempre. Aquel hombre me contemplaba de la manera en que solía hacerlo, como se mira algo muy querido, algo que se hecha de menos. En sus labios fue dibujando una sonrisa acogedora, que se sentía como si hubiera sido la bienvenida a un sitio muy añorado, aunque, en algún punto, perdido. Yo también le sonreí. Quise hablarle, preguntarle quién era, pero no encontré voz alguna. Extendió una mano hacia mí. Yo hice lo mismo con la mía, pero no pude alcanzarlo. Me desesperé. Lo tenía tan cerca. ¿Por qué nunca podía tocarlo? Quería hacerlo. Lo deseaba tanto que hasta sentía el dolor en la carne por la inutilidad del intento.
Del mismo modo en que había llegado, su imagen fue desvaneciéndose. Sin más.
Volví a sentir aflicción, desesperanza.
La luz también me había abandonado.
¿Dónde se habían ido? Quería ir con ellos.
Sentí frío, mucho frío. El aire estaba tan denso y helado que no se podía respirar. Creo que tampoco deseaba hacerlo, ya no quería. Apenas necesitaba sentir aquello que había sentido hasta hacía tan sólo un momento.
Precisaba volver el tiempo atrás.
Me desesperaba y me ahogaba pensar en no volver a verlo.
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POR VOS MUERO
RomanceMartín tiene pesadillas y sueños recurrentes. Sueña con cosas y situaciones que desconoce. Pero, sobre todo, se repite la figura de un hombre, que siempre parece contemplarlo en cuanto duerme. No sabe quién es, nunca lo ha visto. Sin embargo, siente...