Capítulo 1: Un día de mierda.

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V A L E R I E:

Batallé duro contra la cerradura de mi puerta durante largos e incesantes minutos sin obtener mucho resultados.

― ¡Coso de mierda! ― grité, como la auténtica guerrera que me creía en ese momento.

Aquella cerradura del demonio junto con mis llaves, estaban siendo unos perfectos hijos de puta conmigo esta reciente semana. Cada día me enfrentaba a una nueva confrontación con ellos más complicada que la anterior, y sinceramente, mi paciencia había tocado techo. Mañana haría un gran agujero en la puerta y listo, se acabaría el maldito problema.

Cuando por fin logré abrirme paso hacia el departamento, arrojé mi bolso a una esquina en medio de la oscuridad, y suspiré pesadamente. Qué día más mierda había tenido.

En medio de la obscuridad del lugar, decidí ir encendiendo las luces principales de la casa a medida que avanzaba por las habitaciones, cegándome cortos segundos como consecuencia la brillante luz. No me gustaba cuando mi casa estaba oscura, era deprimente, pero más deprimente fue que recordar una vez más las crudas palabras de mi jefe esta tarde... o bueno, más bien de mi ex-jefe: ''Estás despedida''.

La misma aguja en el pecho que había sentido hace unas horas, intensificó su potencia dejándome casi al borde de las lágrimas. No me quedó otra más que rehacer mi recorrido de manera inversa, apagando todas las ampolletas que había encendido hace a penas unos segundos. No quería que mi cuenta de luz subiera un peso más de lo esencial. 

Las velas no podían estar tan mal ¿o sí?

Intenté desviar mis pensamientos hacia un lugar más feliz, un lugar en donde no estuviera la palabra ''dinero'' estorbando, y fue en ese instante cuando mi pequeño cachorro mestizo, Fito, salió desde las penumbras para recibirme con toda la energía que mi cuerpo carecía.

― ¡Bebé! ― exclamé agachándome para levantarlo en brazos. ― ¿Cómo estás?

Su colita moviéndose incesante me dio la respuesta que necesitaba. Este animal me acompañaba desde hace un año, básicamente desde que llegué a este piso. Una familia amiga decidió regalármelo, ya que no podían lidiar con la hiperactividad del perro, ya que acababan de concebir a su segundo hijo. Yo en cambio, necesitaba algo de compañía permanente en mi vida, así que acepté con gusto. 

― Adivina qué ― hablé en voz alta ―, nos quedamos sin nuestra serial. O bueno... básicamente sin televisión.

Caminé con él hasta mi cuarto (a oscuras, por supuesto), y tras varios choques con murallas y diversos objetos, conseguí llegar hasta mi cama y me lancé de espalda sobre ella. El pequeño animal se limitó a saltar de mis brazos, y quedarse de pie junto a mi cuerpo muerto.

― ¿Por qué tienes que tener una madre con tanta mala suerte? ― susurré, dándome la vuelta para quedar boca abajo.

Solo quería desaparecer. Eso, o volver con mis padres y rendirme. Todo el panorama en este momento estaba teñido de un negro azabache, deprimente y enloquecedor. 

Fue ahí, en medio de mi agonía, cuando percibí una extraña sensación de tela sintética en mi cara que no pertenecía al cobertor de la cama. Instintivamente, me levanté y prendí la lamparilla de mi mesa. La sorpresa que me llevé fue genial.

Mentira, no lo fue.

― ¿Qué...? ― balbuceé aturdida, mirando la escena del crimen.

Efectivamente, mi cama estaba llena de trozos negros de lo que alguna vez fue mi camiseta favorita de Fall Out Boy, mi banda preferida de la infancia. Esa camiseta que me costó tanto obtener, y por la que tanto peleé con el sujeto del correo internacional, ahora no era más que restos de tela esparcidos por todas partes. Furibunda, bajé de mi cama, y me volteé a ver a mi perro, pero ya no había rastros de él.

➸ Recuérdame por siglos || Stump |Editando|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora