Capítulo 46 : Novecientos noventa y nueve intentos

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WILLOW


En el auto, acaricio mi pecho con la yema de los dedos antes de recordar que es un hábito del que debo desprenderme. Lo bueno es que ya no tengo una costra, medito mientras manejo bajo un sol que se ha hecho más brillante. Le envío un mensaje rápido a mi madre preguntándole la marca de vino que debo comprar, y luego escribo otro a Nat ordenándole llevar su trasero a casa para celebrar el cumpleaños del abuelo. Entonces descarto el teléfono y me enfoco en la tarea de conducir lejos del centro de Hampton. Hoy todo luce igual y, no obstante, tan diferente. Es un sentimiento extraño, especialmente cuando estoy a punto de visitar el que fue mi lugar favorito.

Respiro hondo y freno en un semáforo, retomando el camino segundos más tarde. La ruta hacia la salida del pueblo es una línea recta con pocas intersecciones y mucho follaje a ambos lados. Sigo la doble vía hasta divisar el sendero medio oculto entre los árboles. Un par de coches se acercan por el carril contrario. Reduzco la velocidad dando tiempo a que avancen para, seguidamente, girar hacia el lado opuesto de la calzada e introducirme en el callejón sin asfaltar.

El trayecto es corto y me lleva directo al final del camino, donde el único modo de continuar es a pie. Dejo a Piolín estacionado bajo la sombra de varios robles y salgo del asiento hundiendo las manos en los bolsillos delanteros de mi abrigo. Su auto está aparcado justo delante del mío. No se trata de la camioneta negra del año pasado, sino la azul marino que avisté ayer al pasar por el taller.

Parece que deduje bien a quién le pertenece.

Me muerdo el labio conforme marcho hacia el extremo del camino que luego se abre en un gran claro. Dada la época del año, no quedan muchas margaritas y la hierba ya ha perdido su encanto. Los árboles son una multitud de centinelas dorados y rojos alrededor, sus hojas desprendiéndose y volando al viendo cada vez que la brisa sopla. El panorama es hermoso de una manera melancólica. Sin embargo, apenas puedo notarlo. Sólo tengo ojos para el hombre que espera por mí en el centro del prado.

Los rayos del sol lanzan destellos castaños sobre sus desordenados rizos. Ha vuelto a ser el Daven informal de siempre, el de botas militares, vaqueros oscuros y suéteres de materiales suaves. Esta vez lleva uno de gruesa tela negra y cuello alto que realza el dorado claro de su piel. Hunde las manos en los bolsillos delanteros de su pantalón en cuanto me observa, tal como yo las oculto en los de mi abrigo. No puedo evitar pensar en lo torpes que el gesto nos hace parecer.

—Hey. —es lo primero que dice cuando me detengo frente a él.

—Hola a ti.

—Cinco minutos tarde. —señala medio en broma. —Supongo que debo considerarme afortunado.

—Supones bien. —balbuceo sin poder creer lo que su voz le hace a mi corazón, que late a mil por hora dentro de mi pecho. —Lo siento. —añado en tono más nítido. —Tuve que ir a otra parte antes de venir.

—Sabes que no tengo problemas con esperar.

Bajo la mirada a mis zapatos, repentinamente avergonzada. Entonces vuelvo a posarla sobre el par de gemas que son sus ojos.

—Fui a ver a mi padre. —explico. —No había visitado el cementerio desde el funeral.

Su ceño se frunce un poco.

—¿Cómo te encuentras ahora?

—Estuve enojada con él durante tanto tiempo que olvidé lo que significa no estarlo. —admito. —Ellos, mis padres, también sufrieron. Pero no pude verlo o entenderlo hasta este momento. Ojalá lo hubiera hecho antes.

El Día Que Las Estrellas Caigan ✔ (Destinados I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora