Capítulo 41 : Hasta el fin del mundo

22.3K 2.9K 2.3K
                                    



WILLOW


Mi pecho sube y baja rápidamente, igual que si hubiese corrido una maratón. Tengo la garganta seca y los músculos entumecidos. Estoy fría, estoy fragmentada. Respirando por la boca para tratar de enviar oxígeno a ese par de ardientes pulmones que no parecen llenarse lo suficiente. Algo quema y duele en mi interior, pero no puedo descifrar qué es o si existe cura en el mundo capaz de brindarme alivio. Busco a tientas mi dije antes de caer en cuenta de que está perdido. Entonces comienzo a rascar la fea costra en mi pecho esperando que el escozor me haga olvidar todo lo demás.

Esta vez no tengo nada a qué aferrarme y eso también duele.

El volante se siente extraño en mis manos; el camino, interminable. A duras penas reconozco las calles y negocios locales que se desvanecen a ambos lados mientras avanzo hacia la salida del pueblo. Freno en una intersección y, poco después, alguien me toca bocina para que siga la luz verde del semáforo. Acelero escuchando el lejano insulto de un segundo tipo al que casi choco. Un par de minutos más tarde, vislumbro el aviso de Bienvenidos a Hampton Valley en la solitaria carretera flanqueada por árboles y prados repletos de margaritas.

Podría haber tolerado la conversación con Arlene. Seguramente me hubiera hundido en la miseria de los recuerdos durante el trayecto a Portland, pero habría lidiado con ello. Habría reprochado las decisiones de mis padres y mi propia incapacidad para hacer algo más que esperar, temerosa, en la cama de aquella habitación. Le habría dado vueltas al pasado y luego me hubiera repetido un ridículo discurso sobre la superación. Sin embargo, enfrentar a Daven, saber que escuchó, que ahora conoce todo, es demasiado. Los recuerdos se mezclan en mi cabeza, malos y buenos; felices y desgarradores por igual.

¿Estabas esperando a mi hijo?

Quiero borrar su voz y el filo encolerizado que acompañó cada palabra. Quiero retroceder unos minutos y elegir salir de casa con la mochila al hombro, en lugar de quedarme en la sala teniendo una charla con mi madre que lo único que hizo fue empeorar una ya mala situación.

Espera, no.

Si tuviera el poder de regresar el tiempo haría más que eso. Gritaría, lanzaría los formularios en la cara de mis padres y escaparía lejos de esa clínica. Buscaría mi propio destino. No sería tan débil. Tan estúpidamente frágil.

La carretera se torna borrosa ante mí y me toma un segundo darme cuenta de que estoy llorando. Temiendo que mi visión empeore, dirijo a Piolín a la calzada y apago el motor. La vida puede ser una perra injusta, pero no quiero acabar estampada contra un árbol. En el silencio de mi coche, vuelvo a buscar el pequeño objeto que ha dejado de adornar mi pecho. Entonces me cubro la cara con las manos para amortiguar el suave llanto que, eventualmente, adquiere el matiz de un profundo sollozo.

Odio sollozar.

Odio recordar.

Odio que él hubiera aparecido justo cuando no debía hacerlo.

Me odio a mí misma por no superar todo de una vez. Hay personas que viven cosas peores; abusos, maltratos, enfermedades crónicas. Y, sin embargo, yo sigo estancada con algo que ya debería haber dejado atrás.

No percibo el momento en que empiezo a descargar mi furia contra el volante, pero llegado a este punto, me es imposible detenerme.

—¡Mierda, mierda, mierda! —estrello los puños vez tras vez. —JODIDA Y PUTA MIERDA.

El Día Que Las Estrellas Caigan ✔ (Destinados I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora